El feminismo cura.
No me cansaré de decirlo.
De repetirlo.
.
El feminismo sana.
Las heridas.
Que el patriarcado.
Que los hombres.
Nos han provocado.
.
Y es que no es casualidad.
Que seamos las mujeres.
Las que sufrimos.
Por amor.
Por el puto amor romántico.
.
Por inseguridad.
Porque nunca es suficiente.
Nunca somos suficiente.
Para los demás.
Pero tampoco para nosotras mismas.
.
Ese síndrome de la impostora.
Que nos persigue.
Allá donde vamos.
Sin importar los títulos.
La experiencia.
Ni los conocimientos.
Que hayamos logrado.
Que hayamos conquistado.
Nunca es suficiente.
Nunca somos suficiente.
Nunca nos sentimos.
Suficientes.
.
Y es que somos las mujeres.
Las que sentimos el vacío.
Ese puto vacío.
Dentro del pecho.
Y dentro del vientre.
El dichoso instinto maternal.
Que de instinto tiene poco.
En realidad es pura cultura.
Puro condicionamiento.
Pero que duele igual.
Que se sufre igual.
.
¿De verdad nadie se dio cuenta?
Que regalándonos carritos de bebés.
Muñecas.
Bañeras.
Y cocinas.
Para reyes.
Para celebrar.
Nuestros cumpleaños.
Desde niñas.
Desde bien pequeñas.
Nos estaban jodiendo la vida.
¿En serio nadie se dio cuenta?
¿Nadie pensó que aquello era condicionar nuestra existencia?
¿De verdad alguien pensó que aquello no nos iba a pasar factura?
¿Que no pagaríamos el alto precio del anhelo? ¿de la expectativa? ¿del género?
Somos las mujeres.
Las que sufrimos el miedo.
De volver solas a casa.
De alzar la voz y dar nuestra opinión.
De pedir.
De desear.
Y hasta de sentir.
.
Somos las mujeres.
Las que nos corremos menos.
Las que disfrutamos menos.
De las relaciones.
Y del sexo.
La brecha orgásmica, lo llaman.
Pero más que brecha.
Es un abismo.
Un despropósito.
Una injusticia.
Una.
Auténtica.
Epidemia.
.
Somos las mujeres.
Las que sufrimos la soledad.
Esa soledad que asfixia.
Que se lo come todo.
Las ganas.
Los sueños.
Y, en último término.
La vida.
Entera.
.
Podría continuar hasta el infinito.
Enumerando malestares.
Malestares de género.
Los mil y un malestares.
Que sufrimos las mujeres.
Impuestos.
Heredados.
Aprendidos.
Podría convertir esto en un cuaderno de quejas.
Como ya lo hicieron las primeras feministas.
Ojalá alguien me hubiera ayudado a verlo antes.
Ojalá alguien me hubiera regalado un libro feminista de niña.
Pero no.
No era esa mi intención.
Con este texto.
Mi intención era otra.
Justo la contraria.
Mi intención hoy era contarte un secreto.
El secreto mejor guardado:
El feminismo, amiga, es sanador.
Es pura medicina.
Medicina para el alma.
Para el sufrimiento.
De género.
Que adolecemos las mujeres.
.
Bueno, no sé si es un secreto.
Pero te voy a decir una cosa.
Ojalá alguien me hubiera ayudado a verlo antes.
Ojalá alguien me hubiera regalado un libro feminista de niña.
Y, mirándome a los ojos, me hubiera dicho:
Lee, Patt, lee.
Ahí están todas las respuestas que estás buscando.
Ahí está el antídoto a tanto dolor.
Ojalá.
Me hubiera ahorrado muchos disgustos.
Mucho sufrimiento.
Mucha ansiedad.
.
Ayer compartí manifestación con una niña.
Una niña de 10 años.
Que por supuesto despertó mi instinto.
Sí, el maternal.
La herida.
De ser madre.
De cuidar.
De querer.
De acompañar.
Y tuve la oportunidad de dejar mi pequeño poso en ella.
De explicarle qué es el feminismo.
Qué es eso de abolicionismo.
Qué se reivindica el ocho de marzo.
Pero, sobre todo.
Sobre todo.
Lo que intenté hacerle ver.
Es que el feminismo es el camino.
Que todas esas mujeres.
Jóvenes.
Adultas.
Ancianas.
Que la rodeaban.
Cantando.
Y gritando.
Habían sanado.
O, mejor dicho, “estaban sanando”.
Juntas.
De la mano.
Y gracias.
Al feminismo.