EL MITO DE LA LIBERTAD SEXUAL: repensando la sexualidad del siglo XXI desde una perspectiva crítica y feminista.

  1. INTRODUCCIÓN ……………………………………………………………………………………………………… 4
    1.1. El Título ………………………………………………………………………………………………………….. 4
    1.2. El Lenguaje …………………………………………………………………………………………………….. 6
    1.3. El Objetivo y la Hipótesis ………………………………………………………………………………….. 7
  2. ¿CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ? …………………………………………………………………… 8
    2.1. El telón de fondo: el patriarcado ¿neoliberal? …………………………………………………… 10
    2.2. La maldición feminista. ………………………………………………………………………………….. 15
    2.3. La Revolución Sexual (y su deriva patriarcal) …………………………………………………….. 17
  3. LA INDUSTRIA DEL SEXO. De la calle a OnlyFans. ………………………………………………………. 19
    3.1. ¿Qué es la industria del sexo? …………………………………………………………………………. 20
    3.2. Un modelo económico (pero también político y social) ……………………………………… 23
    3.3. El sexo vende ………………………………………………………………………………………………… 26
  4. EMPODERAMIENTO SEXUAL EN 10 PASOS. ……………………………………………………………… 29
    4.1. La transgresión como seña de identidad. …………………………………………………………. 30
    4.2. Yo me lo guiso, yo me lo como. ………………………………………………………………………. 33
  5. ¿LIBRES? ¿PARA QUÉ? ¿PARA VENDERNOS? ……………………………………………………………. 35
    5.1. El mito de la libre elección. …………………………………………………………………………….. 36
    5.2. La prostitución. Barra libre de mujeres. ……………………………………………………………. 38
    5.3. La pornografía. ¿Fantasía o realidad? ………………………………………………………………. 41
  6. NO ES MORALINA, ES FEMINISMO. …………………………………………………………………………. 43
    6.1. Ética & Sexualidad …………………………………………………………………………………………. 44
    6.2. Follar es un acto político ………………………………………………………………………………… 46
  7. CONCLUSIÓN: LA REVOLUCIÓN DE LOS CUIDADOS. ………………………………………………….. 47
  8. BIBLIOGRAFÍA ………………………………………………………………………………………………………. 51
  1. INTRODUCCIÓN

    ¿Desde cuándo la libertad sexual es sinónimo de follar más, con más personas y más duro? ¿Dónde han quedado los principios emancipadores que impulsaron la revolución sexual de los años 60? ¿En qué momento las mujeres se han convertido en sujeto y objeto de su propia cosificación?

    En pleno siglo XXI, muchas de nosotras asistimos atónitas a uno de los escenarios más distópicos que nunca hubiésemos podido imaginar. De hecho, fábulas como las de Orwell o Huxley se quedan cortas al lado de lo que nos está tocando vivir en la actualidad. Si nos parecía mal el patriarcado en su versión tradicional —patriarcados de coerción, como lo llamaría Alicia Puleo—, con sus normas, su censura y sus castigos; ahora nos encontramos inmersas en la sociedad del “todo vale” —los patriarcados de consentimiento, siguiendo con el análisis de Puleo—, donde los límites los marca la propia imaginación y las valoraciones éticas se compran con dinero. Es la ley del capital en estado puro. El dinero manda y todo tiene un precio —también las personas—. El foco ya no se sitúa en el qué, sino en el cuánto.

    Sin embargo, la crítica que este texto pretende poner de manifiesto no tiene que ver tanto con la mercantilización de la sexualidad de las mujeres —que también, aunque este es un tema ya muy estudiado y analizado por otras autoras—, sino con el giro discursivo mediante el cual, de un tiempo a esta parte, se intenta convencer a la población —especialmente a las mujeres— de que una sociedad hipersexualizada es una sociedad liberada —y esto es extensible, a su vez, a cada una de las personas que la forman—. Por lo tanto, y siguiendo este modelo de pensamiento, bien se podría afirmar que la cúspide del empoderamiento sexual para una mujer estaría en el ejercicio de la prostitución o de la pornografía. Y es que, mientras que esta idea ya se ha convertido en un mantra para tantas y tantas mujeres dentro del llamado movimiento post-feminista, no puede por más que seguir despertando grandes sospechas en muchas otras al constituir un oxímoron en toda regla.

    1.1. El Título
    Se ha titulado este trabajo “El mito de la libertad sexual” porque estamos convencidas de que nos han vendido la moto, nos han engañado y nos hemos creído la misma patraña de siempre, solo que esta vez iba disfrazada de feminismo y venía acompañada de la seductora promesa del empoderamiento. Un poco como nos pasó a muchas con personajes de la cultura popular como puede ser Bridget Jones, obra que revolucionó el mercado y batió récords de ventas tanto en su versión escrita como en su adaptación al cine. Bridget nos cautivó a muchas por constituir una representación mucho más fiel de la mujer moderna. O eso pensamos. Sin embargo, Angela McRobbie (Feministas, 2017) afirma que este personaje encierra un mensaje muy peligroso para el feminismo y la histórica lucha por la emancipación de las mujeres. Y es que, si analizamos el perfil de la protagonista, nos encontramos con que los estereotipos femeninos del patriarcado más rancio siguen absolutamente intactos, solo que nos parecen menos graves porque van cubiertos por el halo de brillantina que es la libre elección y otras actitudes aparentemente transgresoras como pueden ser «el derecho a beber, a fumar, a pasárselo bien en la ciudad o a ser independientes económicamente». Pero, tras la frágil idea de libertad que nos ofrecen las producciones culturales post-feministas, se esconde lo mismo de siempre: un modelo de mujer femenina y cuyos objetivos vitales pueden resumirse en encontrar a su príncipe azul y ser madre.

    Este texto quiere reivindicar que la libertad sexual REAL no puede ser esto. Es demasiado sospechoso que lo que nos libere ahora sea exactamente lo mismo que lo que nos oprimía hasta hace bien poco. Nos negamos a creer que la libertad sexual pase necesariamente por la hipersexualización del cuerpo femenino, la exaltación del exhibicionismo y la banalización de los afectos. La libertad, en su sentido más amplio, tiene que ver con la capacidad de las personas para pensar y obrar de forma autónoma, sin estar sometidas a dogmas ni mandatos externos. Sin embargo, es importante entender que no es lo mismo libertad —entendida como emancipación colectiva— a que cada persona haga lo que le dé la gana y sálvese quien pueda. Y es que, nos guste o no, la libertad implica ciertos límites. Se trata, en última instancia, de un ejercicio de responsabilidad con una/o misma/o y con el conjunto de la sociedad. Porque, como seres gregarios que somos, necesitamos de un contrato social que garantice la convivencia pacífica y esto solo es posible si todas las personas integrantes del grupo se comprometen a respetarse unas a otras por encima de sus deseos individuales. Y he aquí el quid de la cuestión: la importancia de la colectividad frente a la individualidad a la hora de pensar y actuar. Por lo tanto, cuando hablamos de libertad, debemos tener en cuenta la dimensión individual, pero también la colectiva.

    ¿Recuerdan aquella consigna que nos enseñaron en la infancia que decía “mi libertad acaba donde empieza la tuya”? Pues se trata justamente de eso. De que nuestra libertad individual no debe comprometer al grupo de ninguna manera. Y, si lo hace, es que no es libertad, sino más bien una mezcla de egoísmo, falta de respeto y un individualismo feroz. Y, lamentablemente, si vamos por este camino, lo único que conseguiremos es forzar nuestra propia desaparición a través del conflicto, la destrucción y la violencia. El individualismo no nos lleva a ningún sitio. Salvo a la extinción.

    Y este es justo el escenario en el que estamos inmersas e inmersos en la actualidad. Una auténtica distopía, que dirían muchas autoras. De hecho, estamos convencida de que, si algunas de las figuras más relevantes del feminismo de la primera y segunda ola pudieran vernos a través de un agujero, se echarían las manos a la cabeza al ver que, lejos de estar un poquito más cerca de la auténtica libertad —sexual o no— por la que ellas lucharon y dieron su vida, en muchos casos, cada vez estamos más lejos. Y, lo que es peor, que ahora somos las mismas mujeres las que nos hemos convertido en nuestro propio verdugo a través de la reapropiación de algunas de las prácticas, actitudes y discursos machistas que se venían imponiendo sobre nosotras, sobre nuestra sexualidad y sobre nuestros cuerpos durante generaciones y generaciones, pero que ahora —inexplicablemente— hemos hecho nuestras. Tan solo hay que ver, como decimos más arriba, quiénes son nuestros referentes culturales: ¿Bridget Jones? ¿las chicas de Sexo en Nueva York? ¿Anastasia, de 50 Sombras de Grey? o, aún mejor, ¿Laura, la protagonista de 365 días?

    1.2. El Lenguaje
    El lenguaje crea realidad. De ahí que sea tan importante hacer buen uso de este. Hasta hace poco tiempo el lenguaje era uno de esos pilares de la cultura y la sociedad que, por algún motivo, se libraban de todo cuestionamiento. En España, al menos, el uso de un lenguaje abiertamente machista y racista nunca se había puesto en entredicho —hasta ahora, claro. De hecho, estoy convencida de que, hasta hace bien poco, muchas de nosotras ni siquiera éramos conscientes de lo que decíamos… o no decíamos. Y, bienvenidas al mundo real, esto no es ninguna casualidad.

    Debemos entender que una institución como la Real Academia de la Lengua Española no incluye en su diccionario unos términos u otros al azar, sino que, con cada palabra y con cada definición está sentando cátedra en cuanto a la forma de hablar y pensar de las personas hispanohablantes. Cuando la RAE incluye en la definición de sexo una nota sobre el uso de la expresión sexo débil como referencia a las mujeres, sin duda, está legitimando el uso de esta expresión —claramente machista— y, de paso, normalizando esta idea entre la población.

    Afortunadamente, cuando una toma conciencia de las implicaciones políticas de cada palabra que sale de su boca resulta imposible no poner mucha más atención en lo que se dice y cómo se dice. De hecho, no falla. A mayor conciencia social, mayor compromiso político. Y, si no, que nos pregunten a las feministas del siglo XXI, que llevamos ya algún tiempo haciendo malabarismos para hablar, escribir y expresarnos sin traicionar nuestros principios. Y todo porque hemos comprendido la importancia del lenguaje como declaración de intenciones y, por supuesto, como generador de realidades. Lo que no se nombra, no existe. Y lo que se nombra mal, mal se queda. Me vienen a la cabeza tantos ejemplos que seguramente se podría escribir un trabajo de fin de máster solamente sobre este tema. No obstante, lo vemos claramente cuando decimos vaya coñazo para referirnos a algo muy aburrido, sin embargo, algo es la polla cuando nos parece absolutamente genial. De esta forma tan aparentemente inofensiva, lo que conseguimos es reforzar la idea de que todo lo relacionado con las mujeres es malo y todo lo que tenga que ver con los hombres es bueno. En otras palabras, con el uso de expresiones tan cotidianas como estas, estamos normalizando la base en la que se sustenta la ideología patriarcal.

    Con esta reflexión en mente, se ha intentado usar el lenguaje de la forma más consciente posible a lo largo de todo el texto. Todas las palabras y expresiones que se utilizan han sido cuidadosamente seleccionadas y están definitivamente cargadas de conciencia política. Además, también se ha puesto todo el esfuerzo en argumentar cada idea que se comparte aquí y dotarla de un contexto y una cierta legitimidad académica. Si bien algunas ideas y reflexiones son propias de la autora, fruto de llevar más de quince años investigando sobre ciertos temas, se ha intentado —en la medida de lo posible— tomar como referencia el trabajo de autoras y obras de renombre dentro de la teoría feminista de forma que las lectoras y lectores puedan profundizar en las ideas y planteamientos que aquí se proponen.

    1.3. El Objetivo y la Hipótesis
    Este trabajo pretende demostrar que la verdadera libertad sexual no está en convertirnos en sujetos de la explotación de nuestros propios cuerpos ni llevar nuestra sexualidad al límite, sino en acabar con el sistema que permite y promueve la cosificación y compra-venta del cuerpo de las mujeres como base para la reproducción de las desigualdades sociales que sostienen el propio sistema. Y, si bien es cierto que cada vez tenemos más acceso a espacios de poder donde crear discursos y tomar decisiones —al menos en determinadas partes del mundo—, el auge de grupos de mujeres que reclaman su derecho a prostituirse, consumir —y hacer— pornografía e incluso a alquilar el vientre de otras mujeres para satisfacer su deseo individual de ser madres, como mínimo nos obliga a replantearnos de nuevo esta supuesta libertad sexual de la que gozamos en esta parte del mundo. Personalmente, no puedo evitar preguntarme si somos verdaderamente libres, para ser, para elegir, para disfrutar de nuestra sexualidad, para decidir lo que hacemos con nuestros cuerpos, lo que se dice y se piensa sobre ellos… o si tan solo estamos reproduciendo la misma propaganda machista de siempre, pero ahora con un nuevo look más feminista y más moderno. Para responder a estas y otras preguntas que llevamos ya algún tiempo haciéndonos, con motivo de este trabajo de final de máster se ha decidido investigar sobre conceptos como la libertad, el empoderamiento o la hipersexualización de las mujeres. Y la hipótesis de la que partimos es que a este nuevo —y aparentemente revolucionario— movimiento posfeminista por la liberación sexual le falta un elemento fundamental en su planteamiento: el cuestionamiento —y posterior desmantelamiento— de las estructuras heredadas de la mano del hombre. En otras palabras, que no basta con darle una mano de pintura a instituciones de origen patriarcal como son el matrimonio, la prostitución o la pornografía, muchas veces es imprescindible acabar de raíz con el sistema si lo que queremos es evitar que vuelva a reproducirse. Las mujeres no queremos tiritas ni parches, queremos sanar nuestra herida colectiva.

    A lo largo de las siguientes páginas, cuestionaremos el modelo de sexualidad que estamos construyendo y abanderando tanto a nivel profesional —desde la sexología—, como a nivel individual —en nuestras relaciones personales— ya que consideramos que se trata de un modelo basado en la explotación sexual de las mujeres, por más que venga disfrazado de un falso feminismo prosexo —valga la redundancia4. También se analizarán cuestiones como el mito de la libre elección, la prostitución o la pornografía para demostrar que las mujeres seguimos siendo víctimas de un adoctrinamiento de género que no solo sigue vigente en las sociedades más modernas —ahora disfrazado de empoderamiento—, sino que, además, ha descubierto la manera de adaptarse a los avances tecnológicos propios de la era de la globalización y de someterse a procesos de reinvención constante de forma que su supervivencia quede asegurada.

  2. ¿CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ?

    En los últimos años se habla de patriarcado todo el tiempo. Tanto es así que se podría decir que este concepto está perdiendo fuerza reivindicativa. Si hace tan solo unos años era una pieza clave en el discurso feminista, ahora se ha convertido en un recurso argumental tan ambiguo como repetitivo. Pero es que pasa algo muy similar con palabras como capitalismo e incluso feminismo. Que levante la mano a quien no le hayan tachado de esto o de lo otro al incluir algunos de estos términos en su discurso. Es casi automático, como se te ocurra culpar al patriarcado como responsable de la precariedad vital de las mujeres o al feminismo como única vía para la liberación, estás acabada. Tu credibilidad termina ahí y la posibilidad de entablar una conversación enriquecedora con tu(s) interlocutor/a(es/as) también. Y aunque este no sea el lugar para analizar la cultura del linchamiento en la que vivimos —y si alguien no sabe a qué nos referimos, tan solo hace falta pasar por Twitter para entender el auge del ataque gratuito que arrasa en las redes sociales de la mano de jóvenes y no tan jóvenes—, seguramente tenga que ver con el mal uso y, por tanto, mala fama de algunas de estas ideas. Pero vaya, que igual no debería ni molestarnos ni sorprendernos tanto. Al fin y al cabo, en los últimos años todo el mundo parece haberse subido al carro del feminismo sin tener la más mínima idea del qué, el cómo ni el porqué de tan histórica lucha. Como se dice comúnmente, “cuando todo es feminista, nada es feminista”. Así que, el caos y la confusión conceptual es lo mínimo que podíamos esperar de una época peligrosamente marcada por la superficialidad y la desinformación.

    Este primer capítulo se plantea a modo de introducción a algunos de los conceptos básicos que debemos conocer antes de meternos de lleno en el análisis del estado de la sexualidad en la actualidad. Pero no basta con conocer y entender el significado de un puñado de conceptos, además, hemos de saber identificar cuáles son las sinergias y fuerzas que operan entre unos y otros, así como las consecuencias de dichas relaciones. Y es que, independientemente de que estén más o menos de moda hoy en día, estos conceptos siguen siendo imprescindibles para situarnos en el contexto actual y para darle sentido a nuestra experiencia vital como mujeres. Como veremos más adelante, resulta fundamental entender que quien nos somete, nos viola o nos maltrata no es solamente un varón con nombres y apellidos, sino que existe toda una estructura política, social y económica detrás que lo permite y que se encarga de garantizar la continuidad de un orden social basado en la desigualdad entre hombres y mujeres. En este contexto, el hombre —el individuo que agrede en último término— no es más que la punta del iceberg de todo un sistema construido alrededor de una simple idea: que existe un sexo fuerte y un sexo débil. Y que, por lo tanto, el primero está legitimado para someter al segundo.

    Esta idea puede resultar muy elemental para aquellas personas que ya hayan tenido la oportunidad de profundizar en la teoría feminista, sin embargo, todavía sigue habiendo demasiada gente que insiste en aquello de: “no todos los hombres son iguales”5. Y no, por supuesto que no todos los hombres son violadores ni maltratadores, pero cuando apelamos a la individualidad como mecanismo para desacreditar a los movimientos de denuncia contra la violencia machista —como sucedió con el mítico #metoo—, lo único que conseguimos es confundir a la opinión pública poniendo el foco en una minoría de hombres con el orgullo herido y no en el verdadero responsable de la situación de violencia estructural que vivimos las mujeres en nuestro día a día: el patriarcado capitalista neoliberal.

    2.1. El telón de fondo: el patriarcado ¿neoliberal?
    En los círculos feministas se habla de patriarcado como el gran malo malísimo de la película. Sin embargo, para muchas sigue siendo difícil entender quién es este gran hermano que todo lo ve y todo lo controla. Y es que, de tanto hablar del patriarcado como si fuera una persona con entidad propia a la que señalar y culpar, se nos olvida que el patriarcado somos todas y todos. De hecho, como dice una buena amiga y compañera sexóloga: “Las mujeres también somos machistas. La cosa está en intentar serlo un poquito menos cada día.” La idea de que todas las personas somos partícipes —e incluso cómplices, en muchos casos— del sistema patriarcal resulta fundamental para entender el alcance de esta ideología, pero también para hacernos cargo del poder que esta situación nos confiere de cara a desarticularlo desde dentro.

    Comencemos, por lo tanto, por definir qué es el patriarcado. Para ello, nada mejor que apoyarnos en el trabajo de Gerda Lerner y, más concretamente, en su obra La Creación del Patriarcado (Lerner & Tusell, 1990). En este concienzudo estudio, la autora sostiene que el patriarcado es una creación histórica que se remonta a un periodo de casi 2500 años entre el 3100 y el 600 a. C. Hablaríamos, por consiguiente, de una de las estructuras de poder más antiguas que se conocen. De hecho, ¡continúa inquebrantable cinco mil años después! Otra de las ideas fundamentales que extraemos de este texto es que el patriarcado no corresponde a un lugar particular, ni a un cambio político y tampoco está ligado a una gran revolución o conflicto. Es más, no hay un líder detrás, ni un partido y ni siquiera un pensamiento político concreto. Se trata, más bien, de un conjunto de fuerzas que se unen en un determinado momento de la historia formando un sistema de organización social en el que confluyen ideas, actitudes, conductas, valores, normas e incluso instituciones cuya función principal es la de sostener y reproducir al propio régimen.

    El patriarcado es, en resumen, un sistema de poder en el que la autoridad recae exclusivamente sobre los hombres6 y cuyo motor es la opresión de las mujeres —más concretamente, de su sexualidad y su capacidad reproductiva. De hecho, si no fuera por esto último, el sistema patriarcal no sería sostenible en el tiempo, dado que ni la fuerza física —supuestamente superior en los hombres—, ni ninguna otra característica exclusivamente masculina es suficiente para justificar el mantenimiento de un sistema que requiere de la explotación de recursos materiales y humanos para su supervivencia.

    Como vemos, hablar de patriarcado es hablar de algo difuso, intangible y, por lo tanto, muy difícil de señalar con el dedo, de visibilizar e incluso de responsabilizar. ¿A quién denunciamos? ¿A quién culpamos? ¿A quién pedimos explicaciones? Lamentablemente, a nadie. Y esta es una de las razones por las que un sistema de organización social tan sin sentido como este, cuyos pilares son la opresión y la injusticia, sigue vigente en pleno siglo XXI como si nada. Pero claro, es muy complicado luchar contra lo que no tiene nombre, ni sede ni agencia. Así que, desde el feminismo, lo único que podemos hacer es luchar —que no es poco— contra las formas de expresión del patriarcado, las formas en las que se materializa en cada lugar y en cada época. Solo de esta manera, atacando al propio sistema desde dentro y desde muchos puntos distintos, lograremos generar una brecha interna de tal calado que lo haga caer por su propio peso.

    Con este objetivo en mente, resulta muy útil la propuesta conceptual que plantea Alicia Puleo (Puleo García, 2005, pp. 39–42) al distinguir entre patriarcados de coerción y patriarcados de consentimiento. Como ella misma afirma, esta división es tan solo una mera herramienta conceptual para ayudarnos a pensar sobre el sistema patriarcal y —añadimos nosotras— para organizar la lucha feminista que logre acabar con él. Esta diferenciación resulta, además, fundamental para estructurar la hipótesis que se maneja en este texto porque entendemos que no todas las sociedades que consideramos patriarcales materializan la dominación masculina sobre las mujeres de la misma forma y con las mismas consecuencias. Por lo tanto, siguiendo el análisis de Puleo, entendemos que existen dos tipos de patriarcado:

Patriarcados duros (o de coerción): aquellos en los que la autoridad del hombre sobre la mujer se ejerce a través de la fuerza y el miedo. Estos son los más fáciles de identificar ya que hacen uso de las leyes y otras herramientas institucionales para imponer los mandatos de género correspondientes a cada sexo. Algunos de estos ejemplos los encontramos en las sociedades árabes más represivas como, por ejemplo, Irán, Arabia Saudí o Afganistán.

Patriarcados blandos (o de consentimiento): estos son los más escurridizos y difíciles de identificar ya que el sometimiento de las mujeres se lleva a cabo de una forma mucho más sutil. Sin embargo, también son los más populares a día de hoy porque, no solo son capaces de conseguir sus objetivos sin necesidad de usar la violencia más explícita, sino que, además, lo hacen enriqueciendo las arcas del propio sistema. Se trata de sociedades donde la dominación se lleva a cabo a través de estrategias ideológicas y culturales que popularizan y normalizan actitudes y prácticas que implican la explotación de las mujeres, pero sin necesidad de hacer uso de la violencia o la coerción. En los patriarcados de consentimiento son las propias víctimas del sistema las que eligen libremente7 someterse al deseo y control masculino gracias al trabajo de incitación —y romantización— que se lleva a cabo desde los medios de comunicación y la cultura. Claro ejemplo de este tipo de patriarcados son las sociedades modernas occidentales como, por ejemplo, Estados Unidos o España.

Pero, aunque diéramos por cierta la teoría de Lerner (Lerner & Tusell, 1990) y el patriarcado fuese el fruto de un proceso histórico mediante el cual las mujeres pasaron de ser consideradas personas a objetos y, por lo tanto, intercambiadas entre tribus y comunidades, eso no explica cómo es posible que un sistema semejante se haya mantenido intacto durante miles y miles de años. De hecho, vayamos más allá: ¿cómo es posible que las mujeres nunca se revelaran contra una estructura social que las explotaba de esta manera? ¿o es que quizás sí que lo hicieron, pero dichos episodios no han llegado hasta nuestros oídos? Entre tanto, no olvidemos que lo que conocemos por historia —y, por lo tanto, lo que reflejan nuestros libros de texto— no es más que la historia contada por los hombres. Por lo tanto, a estas alturas, no debería sorprendernos si un día llegásemos a enterarnos de que, efectivamente, en el pasado se dieron lugar numerosos intentos de hacer frente al abuso al que eran sometidas las mujeres de forma sistemática, pero ninguno logró acabar con el régimen. De hecho, si las posteriores generaciones de mujeres hubiésemos tenido constancia tan solo de estos actos de resistencia generalizados y liderados por mujeres a lo largo de todas y cada una de las épocas que ha visto evolucionar al ser humano, quizás ya hablaríamos del patriarcado en tiempo pasado y no en presente. Pero, sea como fuere, lo que está claro es que todas esas voces que hoy en día se empeñan en infantilizar al hombre y retratarlo como un ser indefenso y víctima de sus propias circunstancias, no hacen sino menospreciar seriamente la inteligencia de los varones y, ante todo, su capacidad física para subyugar a la otra mitad de la población. Sin embargo, ni las capacidades intelectuales ni las diferencias fisiológicas entre hombres y mujeres son suficientes para justificar la jerarquía social —y, sobre todo, sexual— que caracteriza al sistema patriarcal. Lo que pasa es que la “asimetría sexual” se ha convertido en “asimetría cultural” gracias a los estereotipos de género, sin duda uno de los mecanismos de control de masas más importantes de todos los tiempos (Lameiras et al., 2009, p. 76). Es lo que conocemos como socialización diferencial —o socialización de género. Gracias a los mandatos de género en los que se cimenta el sistema, en pocos años es posible conseguir que los varones se interesen más por la violencia y la agresión; mientras que las hembras se decanten por los cuidados y los afectos. Como consecuencia, las mujeres desarrollan un estado de indefensión aprendida que acaba colonizando su realidad material y, en poco tiempo, este rasgo aprendido pasa a ser parte de ella misma como si de algo natural se tratase. Con esto, lo que Amelia Valcárcel nos viene a decir es que el advenimiento del patriarcado no es un hecho casual ni fortuito, sino más bien el resultado de la confluencia de una serie de lamentables circunstancias: el ansia de poder en el hombre, la falta de empatía y, por supuesto, unas características biológicas distintas. Lo que nos conduce inevitablemente a sistemas como el patriarcado, pero también a conflictos violentos, crímenes y otros tantos abusos que se han producido y se siguen produciendo diariamente contra el medio ambiente y contra los seres vivos que lo habitan.

Entre tanto, las teóricas feministas contemporáneas nos remiten también a otra característica que ha resultado ser clave para la supervivencia del sistema patriarcal a lo largo de todos estos años: su capacidad de adaptación. En su artículo “El Patriarcado: ¿una organización social superada?” (Puleo García, 2005), Puleo nos remite a la adaptabilidad como rasgo fundamental que explicaría el mantenimiento de este particular sistema de poder desde la antigüedad hasta nuestros días. A lo largo de los siglos, el patriarcado ha sabido evolucionar junto con la época, modificando los mecanismos de opresión para ir en consonancia con los cambios económicos y sociales propios de cada etapa histórica, aunque manteniendo intactos aquellos pilares ideológicos que lo sostienen. Y si antiguamente la violencia física había sido la mejor arma para someter los deseos propios de las mujeres en favor de aquellos del macho dominante, con la llegada de las democracias a gran parte del mundo occidental en la segunda mitad del siglo XX, el sistema patriarcal descubre una nueva estrategia para garantizar el mantenimiento del statu quo: el miedo. Esta es justamente la teoría que plantea Nerea Barjola (Barjola, 2019) en su investigación sobre la construcción de lo que ella llama el “terror sexual”. Según esta autora, el sistema patriarcal habría encontrado un atajo más que conveniente en el uso del miedo como herramienta para el mantenimiento de los mandatos de género que hacen posible la supervivencia del propio régimen. El miedo, al contrario que la violencia física, no supone un gran esfuerzo para el hombre gracias a su capacidad para extenderse rápidamente e impregnar todo lo que toca. Y es que el miedo no entiende de tiempo ni de espacio, puede con todo y es capaz de permear hasta el muro más sólido de todos: la razón. Con su obra, Microfísica Sexista del Poder (Barjola, 2019), Barjola logra —sin duda alguna— estremecer a cualquiera de las mujeres que vivimos el espantoso crimen de las niñas de Alcásser en tiempo real a través de los medios de comunicación y el revuelo que generó en todo el país. Todavía hoy, casi treinta años después, la piel se estremece y un escalofrío helado recorre nuestras espaldas al recordar el caso. Un suceso que conmocionó a toda España, pero más concretamente, a todas esas niñas que nos acercábamos peligrosamente a la adolescencia con una mezcla de ingenuidad y miedo. Y miedo fue justo lo que nos inyectaron a todas las niñas de esa generación. Miedo a los hombres, miedo a crecer, miedo a andar solas por la calle, miedo a hablar con desconocidos, miedo a sentir, miedo a querer. Miedo a vivir, al fin y al cabo. Y así crecimos todas nosotras, pensando que eso era “lo normal”. El miedo se instauró en nuestras vidas y ya no nos abandonó jamás. Pues bien, hoy muchas de las mujeres que aprendimos a vivir con ese miedo leemos a Barjola y dejamos brotar la rabia —en forma de lágrimas muchas veces— al comprender que el terror sexual que nos inocularon no fue más que una estrategia política para mantenernos controladas. Por supuesto, nunca se nos ocurriría negar la existencia de la violencia sexual y ni siquiera el riesgo palpable que corremos las mujeres a diario tan solo por el hecho de haber nacido con un agujero entre las piernas. Sin embargo, tal y como reflexiona esta autora, ni todo el miedo es real ni toda la realidad es como para temerla. Tras leer esta obra, una se da cuenta de que muchas veces es la mera posibilidad la que nos ha impedido —e impide— avanzar, pelear, movernos y rebelarnos contra un sistema que abusa repetidamente de nosotras. Es la instrumentalización del miedo, por lo tanto, la que ha posibilitado la supervivencia del sistema patriarcal en los últimos tiempos. ¿Cómo si no se podría explicar que el patriarcado haya sobrevivido a las grandes revoluciones sociales —entre ellas, la revolución feminista de los años 60-70— que sacudieron el mundo a finales del siglo XX?

Pero aún hay más, todavía nos queda por mencionar uno de los grandes giros estratégicos de la ideología patriarcal y que nos trae directamente al presente: hablamos, por supuesto, de la colonización de la libre elección de las personas —especialmente de las mujeres. Ana de Miguel lo denomina el neoliberalismo sexual (de Miguel, 2015b). Y es que, cuando ni la violencia física ni el miedo son suficientes para frenar el avance de la lucha por la emancipación de las mujeres, el sistema patriarcal debe renovarse o morir. Y tal y como De Miguel explora a lo largo de toda su obra, la estrategia elegida parece haber sido el establecimiento de una alianza fundamental entre dos de los sistemas de poder más importantes de la historia de la humanidad: el patriarcado y el capitalismo neoliberal. Y es que esta es una coalición sin precedentes. Actualmente, estamos siendo testigos de la consolidación de un patriarcado de corte capitalista neoliberal cuyo eje gira en torno a la mercantilización del cuerpo de las mujeres. Pero no solo eso, gracias a la popularización de discursos que asocian la idea de empoderamiento con la de hipersexualización, ahora son las propias mujeres quienes deciden entrar libremente en el negocio del sexo. Desde luego, podemos afirmar —sin miedo a equivocarnos— que esta alianza ha resultado en un negocio redondo para el patriarcado. De hecho, en este momento, el patriarcado y el capitalismo se retroalimentan de tal manera que ambos sistemas se refuerzan mutuamente con cada paso que dan.

En conclusión, en la actualidad vivimos inmersas e inmersos en un complejo y poderoso entramado de fuerzas que hacen flaco favor a la supervivencia y bienestar de la especie humana, más allá de unos pocos. Y decimos unos pocos —en masculino— porque, con el sistema patriarcal como eje fundamental de dicho entramado, quienes se siguen beneficiando no son otros que los hombres. No importa lo lejos que hayamos llegado las mujeres en la obtención de derechos fundamentales y garantías sociales, mientras sean hombres quienes ostenten el poder en los gobiernos, las empresas y los hogares, el sistema patriarcal continuará adaptándose a los tiempos y afianzando su legado. No obstante, y pese a que, como decimos, el patriarcado sigue más presente que nunca en nuestra sociedad —aunque de una forma algo más sutil y, por tanto, confusa—, no hemos de olvidar que por fin existe un movimiento muy bien cimentado en la filosofía y en la política que ha logrado convertirse en la primera gran amenaza a la que se enfrenta el sistema patriarcal a lo largo de toda su historia. Hablamos, por supuesto, del movimiento feminista.

2.2. La maldición feminista.
Si existe una palabra vilipendiada en todos los idiomas y en todos los rincones del mundo, esa es feminismo —y su forma personal, feminista—. Y es que, pocos movimientos sociales por la liberación de un colectivo oprimido han causado tanto resquemor como el feminismo (de Miguel, 2008). Pero claro, hablamos de la lucha que ha puesto en jaque a una de las estructuras de poder más antiguas de la historia de la humanidad: el patriarcado. Y esto no es cualquier cosa. De hecho, se podría decir que al feminismo se le teme más que a una mala tormenta. Las feministas lo sabemos bien. No solo hemos tenido que hacer frente a todo tipo de violencias machistas por nuestra condición de mujeres, sino también por declararnos abiertamente feministas. Nos han llamado de todo, desde antisexo hasta feminazis y ahora también, tránsfobas. La colección de insultos, ataques y desprecios a las que nos vemos expuestas las mujeres diariamente al hacer pública nuestra identidad feminista es interminable y, en ocasiones, supone tal desgaste emocional que muchas optan por mantener un perfil bajo y no entrar en discusiones públicas del asunto.

Lo curioso es que, lo que debería ser considerado como un principio ideológico deseable y hasta envidiable —tal como sucede con los posicionamientos antirracistas y en favor de grupos desfavorecidos como puede ser el colectivo LGTBI—, se ha convertido en poco más que una maldición. De hecho, lejos de formar parte fundamental de los valores morales que sustentan las sociedades modernas, el feminismo continúa siendo considerado una amenaza a la convivencia pacífica entre los sexos y algo así como una declaración de guerra hacia los hombres. Lo que, sin duda, poco o nada tiene que ver con la realidad.

Pero, para avanzar sobre seguro y evitar caer en malos entendidos, comencemos por definir qué es el feminismo porque, como suele decir Celia Amorós, para politizar bien, primero hemos de conceptualizar bien (León Hernández & Amorós Puente, 2008). Y es que, si en el apartado anterior veíamos que el patriarcado es un sistema sin una base teórica definida, el feminismo es justamente todo lo contrario. El feminismo es una teoría social y política cuyo origen se remonta al siglo XVIII y que está estrechamente relacionada con el periodo conocido como Ilustración (Varela, 2005). El objetivo fundamental de esta ideología es el de garantizar que las mujeres gozan de los mismos derechos fundamentales que los hombres y su articulación se ha dado siempre a través de la vindicación política (Miyares, 2011). Para que nos entendamos, el feminismo es la lucha por la emancipación de las mujeres de todos esos lazos de dependencia que tan hábilmente ha ido tejiendo el patriarcado a lo largo de sus más de cinco mil años de existencia con la excusa de que existe una categoría definitoria del ser humano que es el sexo. Y es que la raíz del problema está justamente ahí: en la diferencia sexual —y, por lo tanto, social— que se establece al nacer varón o hembra. Esto es lo que conocemos como sistema sexo-género (Mujeres, n.d.), una estructura organizativa mediante la cual se imponen mandatos de comportamiento distintos para un sexo y otro. El feminismo, por su parte, lucha por acabar con el sistema sexo-género de forma que todas las personas puedan desarrollar su personalidad y sus gustos libremente e independientemente de sus genitales.

Sin embargo, es importante estar alerta y conocer bien la genealogía feminista —para que no nos engañen— porque, hoy en día, son muchas las definiciones que corren por ahí sobre lo que es y lo que no es el feminismo; y que no hacen más que entorpecer el trabajo de tantas y tantas mujeres comprometidas con la lucha feminista hasta el punto de estar consiguiendo fragmentar al propio movimiento y poco más que disolver algunas de sus reivindicaciones fundacionales. A menudo se dice que existen tantos feminismos como mujeres en el mundo —como si ser mujer fuese lo mismo que ser feminista. Pero este no es más que el resultado de la rápida expansión de la ideología neoliberal a todos los ámbitos de la sociedad, incluido el feminismo. Y es que, si hay algo que caracteriza al pensamiento neoliberal, es precisamente su afán individualista. Un afán capaz de desarticular cualquier movilización colectiva, por grande y antigua que sea. Lo hemos visto con la lucha de clases y también lo estamos viendo actualmente con el feminismo.

Sea como sea, resulta verdaderamente alarmante que un pensamiento tan revolucionario como el feminismo continúe malentendiéndose, malinterpretándose y, lo más peligroso de todo, mal usándose. Hemos de tener claro que el feminismo no es un sentimiento, no es un club de mujeres y mucho menos una moda posmoderna. Es igualmente común escuchar que el feminismo es un movimiento social y, si bien es cierto que, a lo largo de los años, el apoyo y la movilización social que ha desatado ha sido de gran ayuda para su avance y legitimación; el feminismo es, primero de todo, una teoría política. Porque, como dice Amelia Valcárcel, «los problemas de las mujeres son colectivos y no individuales, de ahí que el feminismo sea un movimiento político» (Valcárcel, 2004).

2.3. La Revolución Sexual (y su deriva patriarcal)
Es evidente que la vivencia de la sexualidad no es una característica estática, sino que evoluciona de la mano del ser humano y está influenciada por la atmósfera política y económica de cada época, así como por las corrientes ideológicas imperantes en cada momento de la historia. Tan solo hemos de hacer una pequeña comparativa entre las relaciones sexuales que tenían nuestras abuelas, nuestras madres e incluso nosotras mismas, con las que tienen las adolescentes hoy en día para darnos cuenta de que no tienen nada que ver unas con otras. No importa si el estudio se hace de forma cuantitativa o cualitativa, el sexo ha cambiado y la forma de relacionarnos con él, también. Sin embargo, pocas son las personas que se paran a pensar sobre su sexualidad y mucho menos las que se hacen preguntas tan importantes como, por ejemplo, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿soy dueña/o de mi sexualidad? o ¿por qué me gusta lo que me gusta?

En los centros educativos no se estudia la revolución sexual, pero sí toda una larga lista de revoluciones políticas y sociales que han precipitado profundos cambios en la sociedad y que nos han permitido llegar hasta donde estamos hoy (Millet, 1969 p. 64). Pero, ¿qué pasa con la sexualidad? ¿y con las políticas sexuales que han marcado el ritmo de nuestras interacciones? ¿dónde ha estado el sexo todo este tiempo? ¿acaso seguimos pensando que el sexo es un asunto privado? Pues bien, todo esto NO es casualidad. Gracias a una de las grandes representantes del feminismo actual en España como es Ana de Miguel, hoy sabemos que a esto se le llama doble moral patriarcal. De hecho, una de las ideas que aporta esta autora —fruto de sus investigaciones sobre patriarcado y sexualidad— es que la revolución sexual ha sido víctima de una deriva patriarcal (de Miguel, 2015).

Pero ¿de qué hablamos exactamente cuando hablamos de revolución sexual? Kate Millet, en lo que fuera su tesis doctoral Política Sexual (Millet, 1969)—una de las obras más importantes del feminismo—, sitúa los inicios de la revolución sexual en el periodo comprendido entre 1830 y 1930, o lo que se conoce como “era victoriana”. No obstante, en este texto nos vamos a centrar en la revolución sexual que tuvo lugar a finales del siglo XX —más concretamente, entre 1960 y 1970 aproximadamente— y que desencadena en el desarrollo ideológico de la corriente feminista radical o tercera ola feminista9. Desde un punto de vista social, hablamos de una época de profundas transformaciones. Sin ir más lejos, la llegada de la píldora anticonceptiva precipitó grandes cambios en las relaciones afectivo-sexuales entre hombres y mujeres. Para bien o para mal, se produjo una separación conceptual entre sexualidad y reproducción que, por primera vez en la historia, puso el placer en el centro del discurso. Este acontecimiento supuso, sin duda, un duro golpe a la concepción más patriarcal de la sexualidad ya que, hasta entonces, las mujeres no habían sido dueñas de su capacidad sexual al verse condicionadas, sobre todo, por el riesgo a un embarazo no deseado. Y, de esta forma, la píldora se convirtió en una de las grandes herramientas emancipadoras para las mujeres occidentales de finales de siglo y, sin duda, símbolo de la lucha feminista de la época —seguida muy de cerca por la cuestión del aborto. Hablar de revolución sexual es, por lo tanto, hablar de libertad sexual (Millet, 1969). Sin embargo, tal y como sugiere Millet a lo largo de su obra, la libertad sexual no siempre es sinónimo de una libertad real ni de mejoras en las condiciones de vida de las mujeres. De hecho, este es justo el planteamiento que proponía el feminismo radical de los años 60 con figuras como Kate Millet o Shulamith Firestone a la cabeza. Y es que, el acceso libre al sexo no garantizaba ni mucho menos el acceso a un buen sexo libre de relaciones desiguales de poder. Que muchas mujeres10 hayamos logrado el derecho al aborto o a la píldora anticonceptiva, incluso a la normalización de las relaciones sexuales fuera de la institución del matrimonio, no significa que las dinámicas de poder propias del sistema patriarcal hayan desaparecido. Es más, numerosas autoras afirman que la revolución sexual de los años sesenta no ha sido sino una nueva trampa del sistema patriarcal para garantizar la disponibilidad de mujeres para la satisfacción sexual del hombre (de Miguel, 2015b; Puleo, 1994).

Obviamente, ninguna de nosotras se atrevería a negar que, en la actualidad, gozamos de una sexualidad bastante más libre que la de nuestras madres y/o abuelas a nuestra edad. Y eso se lo debemos, indudablemente, a las mujeres feministas que lucharon por la libertad sexual en la década de los 60 y los 70. Si las sufragistas de la primera ola centraron su lucha en conseguir el derecho al voto y, por consiguiente, a una educación igualitaria; el feminismo radical puso el foco en la sexualidad y el papel fundamental que desempeña en la construcción de la desigualdad entre hombres y mujeres. Como ya dijera Catherine Mackinnon en los años 80, no es posible acabar con la desigualdad entre hombres y mujeres sin atacar a la desigualdad de poder que se da en las relaciones afectivo-sexuales entre los sexos (MacKinnon, 1987). Es más, una verdadera revolución sexual requiere necesariamente acabar con el sistema patriarcal y todas las estructuras de poder que se han ido creando a su alrededor como, por ejemplo, el matrimonio o la prostitución (Millet, 1969). No podemos considerar, por lo tanto, que la revolución sexual de los años 60-70 fuese un éxito ni mucho menos. En todo caso, podemos reconocer que sirvió para poner algunos temas importantes sobre la mesa como son la libertad sexual, el placer femenino o el aborto. Pero, lamentablemente, no podemos decir que contribuyera a acercarnos al verdadero objetivo del movimiento feminista: la liberación de las mujeres.

  1. LA INDUSTRIA DEL SEXO. De la calle a OnlyFans.

    En la actualidad, se podría afirmar que el sexo mueve el mundo. Tan solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor para darnos cuenta de que la sexualidad lo impregna todo: Internet, el cine, la publicidad, la moda, el arte, la literatura, las redes sociales, la prensa o la televisión. Y si no, que se lo pregunten al Satisfyer, que en muy poco tiempo se ha convertido en protagonista absoluto de muchas de las conversaciones entre hombres y mujeres de todas las edades y clases sociales. Sin embargo, basta rascar un poquito para ver que lo que hay detrás de todo esto no es solamente sexo, ni siquiera placer, sino más bien un conglomerado de dinero, poder y privilegio. El sexo en sí mismo tan solo es la punta del iceberg, la cara más visible de un negocio que se aprovecha y nutre de la desigualdad entre los sexos.

    En pleno siglo XXI, el sexo se ha convertido en la base sobre la que se asienta una de las industrias más poderosas —y rentables— del planeta. Y es que el negocio del sexo se sitúa hoy entre los tres sectores que más dinero mueven en el mundo, junto al narcotráfico y la venta de armas. Resulta curioso, cuanto menos, que las tres industrias más poderosas del siglo XXI estén estrechamente relacionadas con el crimen organizado. De hecho, mientras sectores como la agricultura o la industria manufacturera se enfrentan a una nueva crisis económica —muchas veces fruto de la falta de ética de las economías de libre mercado que, lejos de buscar la sostenibilidad del sistema, abogan por un modelo de acumulación sin límites que ni genera más riqueza ni más bienestar al grueso de la población—, la llamada industria del sexo crece a un ritmo imparable y se diversifica de una forma absolutamente inimaginable hace tan solo algunos años.

    3.1. ¿Qué es la industria del sexo?
    Tal y como nos recuerda la Real Academia Española de la lengua (RAE), se utiliza la palabra sexo11 para referirnos a diversos aspectos que tienen que ver con el hecho sexual humano, como pueden ser los genitales o las prácticas sexuales que llevamos a cabo para satisfacer nuestro deseo sexual. Por lo tanto, si enmarcamos esta idea de sexo como capacidad, potencial e incluso recurso del ser humano dentro de la estructura organizativa que nos ofrece el modelo económico imperante en la actualidad —el capitalismo neoliberal—, lo que resulta es un negocio redondo donde tanto la oferta como la demanda están más que aseguradas. Y esto es justo lo que entendemos por industria del sexo: el punto en el que confluyen sexo y dinero.

    Por lo tanto, cuando hablamos de industria del sexo, nos referimos a todos los negocios derivados de la mercantilización de la sexualidad humana. En esta gran familia encontramos a la prostitución, la pornografía, los locales de entretenimiento —como pueden ser los clubs de striptease o lap dance—, el turismo sexual, el camming o las revistas “para hombres” —del tipo Playboy o Penthouse—. Pero, a pesar de ser tan solo una muestra de todo lo que nos ofrece la industria del sexo a día de hoy, estos ejemplos sirven para hacernos a la idea del alcance y diversidad de una propuesta económica que no para de crecer y que cada día gana más adeptos y adeptas.

    Es importante destacar que la expresión industria del sexo —o industria sexual— no está exenta de polémica12, como casi nada que tenga que ver con la sexualidad humana. Cada vez son más las autoras feministas que se niegan a hablar de industria del sexo porque el uso de la palabra industria para referirse a un negocio basado en la explotación de los cuerpos de las mujeres es una forma de legitimación con la que no están dispuestas a colaborar. Sin embargo, este texto hace uso de esta expresión en tanto que la mercantilización de la sexualidad ha pasado de ser una actividad que se movía entre las sombras de la ilegalidad y el crimen a convertirse en uno de los negocios más visibles y normalizados de nuestros tiempos (Cobo, 2017). Hoy en día la comercialización de nuestra sexualidad es un hecho presente en todos los rincones de la sociedad, a todos los niveles y que se lleva a cabo con tal naturalidad que resulta imposible negar su impacto a nivel económico y, por supuesto, también cultural.

    En la actualidad, la industria del sexo se encuentra en pleno proceso de crecimiento y expansión. De hecho, podríamos afirmar que una de las características principales de este fenómeno a día de hoy es la rapidez con la que es capaz de reinventarse y diversificarse. Si durante siglos la compra-venta de sexo se limitaba a la existencia de burdeles llenos de mujeres cuyos cuerpos se ponían a disposición de la población masculina previo pago, en pleno siglo XXI nos encontramos con tantas formas de mercantilización del cuerpo femenino que resulta casi imposible enumerarlas todas y mucho menos contabilizar los ingresos derivados de las mismas. La figura siguiente no solo ofrece una aproximación a algunas de las formas más comunes que adopta el mercado del sexo hoy, sino que, además, pretende mostrar esa evolución de la que hablamos en este apartado en virtud de la cual la mercantilización del cuerpo de la mujer ha pasado de la dureza de la prostitución en callejones a la compra-venta de nudes a precios millonarios en plataformas digitales como OnlyFans.

    Lo más curioso de todo es que, lejos de tratarse de una evolución natural —e incluso lineal— fruto del propio avance cultural y tecnológico de las sociedades, el desarrollo de nuevas formas de comercialización de la sexualidad de las mujeres no ha dejado obsoletas a las anteriores formas existentes. Es decir, a día de hoy, conviven en perfecta armonía los burdeles de carretera de mala muerte con las corporaciones millonarias del mundo del porno como puede ser Pornhub14. Parece que, en lugar de una evolución como tal, se trata más bien de un suma y sigue de técnicas de explotación sexual del cuerpo femenino.

    Sin embargo, a pesar de la sofisticación de muchas de las últimas incorporaciones al negocio del sexo, una simple mirada a cualquiera de estas prácticas —por distintas que puedan parecer a primera vista— es suficiente para darnos cuenta que las dinámicas de poder que las hacen posible son muy similares. Podemos afirmar, por lo tanto, que los mandatos de género propios del sistema patriarcal continúan inquebrantables tanto en una situación de trata, abuso y violencia sexual, como en el caso de todas esas mujeres occidentales de clase media que han decidido ganarse la vida a través de la comercialización de sus propios cuerpos, bien sea en prostitución de alto standing, pornografía o plataformas de camming15. Puede que ahora seamos nosotras las que nos llevemos el dinero directamente a nuestros bolsillos en lugar de enriquecer al intermediario de turno —por no decir proxeneta—, pero ¿cuál es la motivación última que alimenta todo este sistema de explotación sexual? ¿Qué hay detrás del deseo masculino que mueve esta industria? ¿Cuáles son los discursos que sustentan estas prácticas? ¿Dónde están los límites? ¿Quién decide el qué, el cuándo y el cómo? ¿Quién pone precio a qué? Estas y otras cuestiones son las que deberíamos plantearnos si queremos avanzar y superar la superficialidad de algunos de los debates en torno a la compra-venta de sexo que ya se están dando en numerosos sectores de la sociedad como, por ejemplo, en la universidad, en las instituciones gubernamentales e incluso entre la población general y que solo nos conducen a una fractura ideológica dentro del propio movimiento que, lejos de ayudarnos, está consiguiendo desviarnos de nuestro objetivo común como feministas: la lucha contra el sistema patriarcal.

    3.2. Un modelo económico (pero también político y social)
    Uno de los discursos más populares a día de hoy —y que, sin duda, ha irrumpido con fuerza en la esfera pública del mundo occidental— es aquel que invita a las mujeres a ganarse la vida mediante la explotación de su capacidad sexual. Ya no solo se reivindica la legalización de determinadas prácticas —hasta ahora ilegales o al filo de la legalidad— con el objetivo de garantizar la libertad individual de las mujeres implicadas e incluso su seguridad, sino que ahora, además, se populariza la idea de que “es un trabajo como otro cualquiera”, sin reparar en las implicaciones políticas que se esconden tras el desempeño de este tipo de actividades.

    Lamentablemente, parece que estos discursos prefieren quedarse en la superficie de un fenómeno que ya está transformando la realidad de miles de jóvenes en el mundo entero y cuyos efectos a largo plazo todavía están por ver. Y para muestra un botón: uno de los estudios más recientes en torno al consumo de pornografía ha concluido que esta práctica se está extendiendo y normalizando a tal velocidad que la edad de acceso por primera vez a estos contenidos se sitúa actualmente en los 8 años (Ballester et al., 2019). Desde luego, si alguien es capaz de afirmar que este hecho no va a repercutir en las relaciones afectivas y sexuales de toda una generación de futuros adultos y adultas, es porque todavía no se ha enterado del poder socializador de las creaciones culturales (Pascual Fernández, 2016). Y si no, que le pregunten a toda esa generación de mujeres nacidas a finales del siglo XX si crecer en la cultura Disney no ha tenido consecuencias sobre su forma de entender el mundo y las relaciones. De hecho, resulta sospechoso que, cuando hablamos del mito del amor romántico, nadie parece tener dudas sobre los efectos enormemente dañinos de todas aquellas producciones culturales que mostraban un mundo de príncipes valientes y princesas frágiles. Sin embargo, cuando se trata de la pornografía, son muchas las personas que se resisten a aceptar que un consumo continuado de pornografía —especialmente mainstream— pueda tener implicaciones significativas en el desarrollo y vivencia de nuestra sexualidad. ¿Es posible que exista un interés económico detrás del blanqueamiento de fenómenos como la pornografía o la prostitución? Lamentablemente, todo apunta a que sí…

    La hipótesis principal con la que trabaja este texto es que la industria sexual no es un mero modelo económico —es decir, que no es simplemente un trabajo como otro cualquiera—, sino también un modelo político y social. Y esto es justo a lo que hacían referencia las feministas radicales de los años 60 y 70 cuando gritaban a los cuatro vientos aquella consigna de “lo personal es político”16 y que tanto hemos repetido por este lado del mundo en las manifestaciones feministas de los últimos años. Lo triste es que nos hayamos limitado a repetir como autómatas uno de los lemas feministas más revolucionarios, sin siquiera profundizar en su verdadero significado. Conspiración o casualidad, lo que está claro es que, hoy más que nunca, necesitamos echar la vista atrás y recuperar el legado teórico que nos dejaron algunas de las figuras más importantes del movimiento feminista. Esto es lo que se conoce como genealogía feminista. Y es que, como bien nos recuerda la famosa frase: “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”17, si las mujeres no nos preocupamos por conocer nuestra genealogía, nuestra historia, los lazos y las luchas que nos unen por el mero hecho de ser mujeres, entonces seguiremos condenadas a vivir bajo el yugo de un sistema que se nutre de la explotación de nuestros cuerpos.

    Por lo tanto, participar —o no— de la industria del sexo no es solo una decisión individual motivada por razones personales. Es, ante todo, un posicionamiento político e ideológico que afecta a toda la sociedad y, en este caso, al conjunto de las mujeres en particular. Debemos entender que vivimos en una sociedad globalizada y que, por más que intentemos escaparnos de los tentáculos de la globalización y el capitalismo neoliberal, lo que sucede en cada uno de los rincones del planeta, nos afecta a todas y cada una de las personas que lo habitamos. La popular teoría del “efecto mariposa”18 puede servirnos para ilustrar esta idea y facilitar su comprensión. Al igual que el aleteo de una mariposa en un lugar cualquiera es capaz de desatar un tornado en la otra punta del mundo, mientras exista una sola mujer en el planeta sometida a los mandatos patriarcales de género, ninguna seremos verdaderamente libres.

    Una vez más, esta idea de interdependencia global ha calado muy hondo en las sociedades modernas gracias al gran trabajo de organizaciones no gubernamentales en labores de concienciación sobre derechos humanos o medio ambiente. En las últimas décadas, ya nadie es ajeno a los terribles efectos del estilo de vida occidental donde prima la inmediatez y la satisfacción material de nuestros deseos, por encima del cuidado a la naturaleza, las especies que viven en ella e incluso de la protección de la infancia. En la actualidad, son miles y miles las personas que toman la decisión consciente de consumir únicamente productos orgánicos y de comercio justo, que respeten los ritmos del planeta y cuya producción cumpla con unos mínimos de seguridad y dignidad para las personas que los fabrican. Sin embargo, cuando se trata de la sexualidad, parece que se nos olvidan todos estos principios. Es más, cada vez son más las personas que se niegan en rotundo a que se apliquen límites o valoraciones morales a un asunto que consideran exclusivamente individual. “Mi sexualidad, mis normas”, sostienen muchas mujeres hoy en día cual mantra feminista que parece encapsular la esencia del empoderamiento sexual femenino. Y, si bien en el ámbito doméstico, adoptar este enfoque —mi cuerpo, mis normas— es más que aconsejable, a nivel político la cosa cambia. Y, desde luego, lo que no podemos es exigir que se regulen, normalicen y democraticen todo tipo de prácticas sexuales como meras actividades económicas sin tener en cuenta las implicaciones sociales que esto supondría para el conjunto de la población mundial.

    No obstante, es más que comprensible que tras décadas de represión sexual, censura y restricción de libertades, el ser humano se levante en armas contra la más mínima traba al libre ejercicio de su sexualidad. Lo que pasa es que, una cosa es velar por los derechos fundamentales que hemos conseguido a base de mucho esfuerzo y otra pretender que la sexualidad sea algo así como una ciudad sin ley. De la misma forma que a nadie se le ocurriría exigir la legalización de la compra-venta de órganos como mecanismo legítimo para el beneficio económico individual, la sexualidad o la maternidad también deberían quedar fuera de toda discusión de este tipo. No todo en la vida tiene un precio —ni debe tenerlo— y es responsabilidad nuestra velar porque así sea. Desde luego, lo que está claro es que el neoliberalismo no va a dudar en exprimir hasta el último recurso del ser humano y del planeta para garantizar su propia supervivencia. Por lo tanto, conviene no olvidar que se trata de un sistema insaciable y que carece de todo mecanismo regulador. El patriarcado neoliberal no entiende de moral, así que hemos de ser nosotras y nosotros quienes implantemos una mirada ética a todo lo que nos rodea, especialmente a nuestras relaciones, que no son otra cosa que la base de nuestra existencia.

    3.3. El sexo vende
    La compra-venta del cuerpo de las mujeres, de su sexualidad, es la única explotación sin sentido que continúa a día de hoy, en pleno siglo XXI. Es más, es la única forma de abuso cuyas víctimas —potenciales o de facto— reclaman su derecho a ser explotadas. Tras muchos años, el ser humano ha entendido que las estructuras abusivas de poder ya no tienen cabida —o no deberían tener cabida— en las sociedades democráticas modernas y poco a poco hemos dejado atrás formas de explotación y discriminación tan injustas como la esclavitud, la segregación racial o la homofobia. Se puede decir, por lo tanto, que en el último siglo hemos dado pasos de gigante para convertirnos en sociedades más libres, más conscientes y más respetuosas con el prójimo.

    Sin embargo, la explotación sexual de las mujeres sigue tan vigente como siempre. Nada ha cambiado. Hace unos siglos se comercializaba con nuestros cuerpos en los burdeles y hoy, gracias a las nuevas tecnologías, lo hacemos nosotras mismas y ¡desde la comodidad de nuestra propia casa! Pero la explotación de nuestros cuerpos, de nuestra sexualidad, sigue intacta. Sigue ahí. Cambia la forma, pero no el fin. Y poca gente se pregunta ¿por qué?, ¿por qué seguimos tolerando este tipo de prácticas machistas?, ¿por qué permitimos que los medios de comunicación hablen de nosotras como si fuésemos objetos de consumo?, ¿por qué hacemos oídos sordos ante la ingente cantidad de producción cultural que nos cosifica y falta al respeto constantemente?, ¿por qué nos auto-objetivizamos? La respuesta es muy sencilla: porque la sexualidad femenina vende. Nuestro cuerpo vende y nuestra capacidad sexual también. Y he aquí la gran diferencia con el resto de luchas arriba mencionadas. La explotación del cuerpo de las mujeres es la única práctica abusiva que sigue teniendo un gran público interesado en mantenerla funcionando: los hombres. Y esto es, nada más y nada menos que la mitad de la población mundial.

    Y es que, el consumo de mujeres es la única actividad capaz de unir en armonía y cohesión a hombres de todo tipo. No importa la edad, la clase social, el origen y ni siquiera la religión. A todos ellos nos los encontramos felizmente reunidos en los prostíbulos, todos bajo un mismo techo y movidos por un mismo propósito: acceder al cuerpo de una mujer para satisfacer su deseo sexual individual. Y esta es la razón por la cual resulta tan complicado encontrar el apoyo social necesario para acabar con este tipo de manifestaciones de la ideología patriarcal. Si la mitad de la población se beneficia de la explotación de la otra media, y resulta que esa primera mitad es, además, la parte privilegiada de la sociedad, la que ostenta el poder en el ámbito público y la que, finalmente, acaba tomando las decisiones importantes… ¿qué puede esperar la otra mitad? ¿qué podemos esperar las mujeres? ¿qué propone entonces el feminismo?

    Pues bien, hasta no hace mucho, la postura mayoritaria de las mujeres frente a la hipersexualización y utilización del cuerpo femenino como herramienta para el placer masculino quedaba reflejada en los postulados abolicionistas del feminismo radical de los años 60-70. La pornografía, la prostitución y cualquier otra forma de comercialización de la sexualidad femenina era claramente considerada una forma de abuso y explotación contra las mujeres. Fueron, precisamente, las activistas feministas19 de finales de siglo las que denunciaron públicamente a través de manifestaciones a pie de calle, pero también mediante publicaciones académicas, todas y cada una de las novedosas formas de cosificación y mercantilización del cuerpo femenino que comenzaron a surgir y normalizarse en las sociedades occidentales de la época. No olvidemos que es justo en la década de los años 60 cuando se fundan algunas de las revistas “para hombres” más importantes del siglo XX como son Playboy o Penthouse. Y, por supuesto, también se produce el estreno cinematográfico de Deep Throat20 —en este caso, en 1972—, la primera película porno en hacerse un hueco en todas las salas de cine comercial —no solamente aquellas reservadas para cine X— y en todos los hogares de clase media estadounidenses. Tan polémica como rentable, está claro que “Garganta Profunda” —en su traducción al castellano— supuso un antes y un después para una industria que recién comenzaba a despegar y a quien le vino muy bien este empuje mediático.

    Sin embargo, tal y como adelantábamos en el apartado 2.3. titulado “La Revolución Sexual (y su deriva patriarcal)”, es también en esta época —más concretamente en la década de los 80— cuando surge un nuevo discurso que se hará llamar prosexo y que enmarcaríamos dentro de la corriente posfeminista. Este movimiento emerge en reacción al feminismo antipornografía liderado por activistas como Andrea Dworkin y Catherine Mackinnon en Estados Unidos. El feminismo prosexo pone la sexualidad en el centro de la lucha feminista y sostiene que la emancipación de la mujer vendrá, inevitablemente, de la mano de su libertad sexual. Sin embargo, su idea de libertad sexual difiere en gran medida con la que planteaba el feminismo radical. Mientras las primeras entendían el abolicionismo como una forma de censura, “más propia de la extrema derecha y los grupos religiosos” —solían decir—, estas últimas argumentaban que la libertad sexual de las mujeres no puede pasar por normalizar las estructuras de explotación sexual de un sistema patriarcal que ha definido nuestra sexualidad en base al deseo masculino. Es más, Mackinnon llegó a afirmar que la “sexualidad femenina” como tal no existe. Y no lo hace porque: “[…] lo sexual es lo que le produce una erección al hombre. Cualquier cosa que hace que un pene tiemble y se endurezca, experimentando su potencia, es lo que la cultura entiende por sexualidad. […] lo que se denomina sexualidad es la dinámica de control mediante la cual el dominio masculino […] se erotiza y, de esta forma, se definen al hombre y a la mujer, la identidad de género y el placer sexual.” (MacKinnon, 1987)

    Y con esta profunda fractura ideológica dentro del movimiento feminista —conocida en su momento como las Sex Wars— hemos llegamos hasta el momento presente. Pero la cosa no ha quedado ahí, a estas diferencias irreconciliables ahora hay que sumarle el efecto arrollador de la doctrina capitalista neoliberal que ya se ha instalado a lo largo y ancho del planeta y que, por supuesto, también ha permeado dentro del movimiento feminista. En consecuencia, en la actualidad, las mujeres que se atreven a cuestionar fenómenos como la prostitución, la pornografía o la hipersexualización del cuerpo femenino se encuentran inevitablemente con dos grandes muros ideológicos de contención:

    I. El sexo empodera: esta idea ha irrumpido con fuerza entre las más jóvenes y a día de hoy está en todos los medios —especialmente en redes sociales— y en todas las bocas (de Miguel, 2015b). Partiendo de los postulados feministas liberales21, se intenta convencer a las mujeres no solo de que la hipersexualización es empoderante, sino también de que la comercialización de nuestros cuerpos es un medio tan lícito como cualquier otro para obtener un beneficio económico dentro del sistema capitalista neoliberal en el que vivimos (Hakim, 2010).

    II. El sexo vende: esta idea —lapidaria como pocas— suele utilizarse cuando el argumento sobre el empoderamiento sexual no ha funcionado. “El sexo vende”, se nos dice, y parece que no hubiera nada que pudiera hacerse al respecto. Aunque, en realidad, deberían decir “el sexo DE LAS MUJERES vende”, que no es exactamente lo mismo. Pero lo curioso de todo es que, con este argumento, y como por arte de magia, toda reivindicación feminista en contra de la comercialización del cuerpo femenino es acallada e invalidada. No importa si nuestra supervivencia —y de paso la del régimen— tiene lugar a costa de sacrificar la dignidad de las mujeres. En el sistema capitalista neoliberal está claro que “lo importante es vender” y de ello depende el sistema. Y la lógica es más o menos como sigue: si no vendemos, no generamos capital y, sin capital, no hay crecimiento ni inversión. Consecuentemente, la economía se estanca y acaba llevándose todo y a todas/os por delante. O, al menos, esta es la historia que nos cuentan.

    Y frente al panorama actual, muchas mujeres nos preguntamos: ¿de verdad es más importante el capital que nuestra dignidad? ¿de verdad no se pueden hacer las cosas de otra manera? Y lo cierto es que cuesta creer que no haya más alternativas al sistema capitalista neoliberal. Cuesta creer que no haya nada que podamos hacer para vivir en armonía, sin necesidad de someter a unas para la supervivencia de otros o incluso del sistema en sí. Cuesta creer que no podamos hacerlo mejor. Cuesta creer que el ser humano no sea mejor que todo esto.

4. EMPODERAMIENTO SEXUAL EN 10 PASOS.

Ábrete una cuenta en Tinder. Folla. Folla mucho. Siempre con consentimiento —que no con sentimiento—. Comparte nudes con tus amantes. Cómprate un Satisfyer. Consume porno. Squirtea. Practica BDSM. Hazte selfies todo el rato —y, por supuesto, cuélgalos en Instagram—. Multiorgasma. Pásate al poliamor. Visita clubs liberales. Participa en una orgía. Y habla de sexo. Habla mucho de sexo.

He aquí algunos ejemplos de lo que nos dicen las leyes del empoderamiento sexual femenino a día de hoy. Pero podríamos dar muchos más. Y es que esta nueva ideología impulsada desde el feminismo liberal o posfeminismo no se puede resumir en tan solo diez pasos —aunque todas las revistas femeninas intenten colarnos listas interminables de fórmulas aparentemente infalibles. Lo que está claro es que, moda o no, la idea del empoderamiento sexual como meta vital para toda mujer se ha extendido como la pólvora y ya forma parte de la mayoría de manuales modernos sobre feminismo.

Pero, para situar el verdadero origen de este concepto, hemos de remontarnos a la Conferencia Mundial de Mujeres celebrada en Pekín en 199522 y, más concretamente, al ámbito del desarrollo internacional. De hecho, la idea de empoderamiento está estrechamente ligada a las nociones de emancipación y desarrollo (Orsini, 2012). Es muy común, de hecho, encontrarnos con este principio dentro de la cooperación internacional para el desarrollo y, especialmente, en todos los proyectos sociales cuyas beneficiaras sean mujeres y/o niñas. Por su parte, el movimiento feminista no tardó en incorporar la idea de empoderamiento a su cuerpo teórico en tanto que agrupaba todos esos deseos que el feminismo tenía para las mujeres: independencia, autonomía, poder, libertad, autoestima, valía, etc. Es más, sonaba tan bien y tenía tanta fuerza que, en poco tiempo, la idea de empoderamiento se hizo viral entre las mujeres. Todas queríamos empoderarnos y raros eran los cursos, charlas y talleres que no ofrecían una receta mágica para conseguirlo. Además, la llegada de la cuarta ola al movimiento feminista —una etapa que se caracteriza por poner el foco en la violencia sexual que sufren las mujeres— no ha hecho sino reforzar esta relación entre sexo y empoderamiento que ya avanzaban algunas voces del movimiento feminista. Y es que la vinculación de ambas ideas es inevitable. Violadas, mutiladas, casadas, penetradas, embarazadas y, ante todo, controladas. La sexualidad ha sido —y sigue siendo— una de las armas de dominación más efectivas que existen. Y dado que el empoderamiento va de poder, de tomar el control… es más que lógico que se asocie el empoderamiento con el desarrollo de una sexualidad libre y satisfactoria para las mujeres.

No obstante, si más arriba decíamos que conceptos como patriarcado o feminismo habían acabado desgastados de tanto usarlos… algo similar le ha sucedido a la idea de empoderamiento. Una vez más, y siguiendo con la crítica que hacíamos frente al abuso de la noción de feminismo, aquí también podríamos aplicar aquella máxima de “cuando todo empodera, nada empodera”. Lo cierto es que, hoy en día, el empoderamiento se ha convertido en un auténtico negocio; especialmente si va unido a la coletilla que todo lo puede en las sociedades modernas: sexual. Y de ahí que el sistema capitalista ponga a nuestro alcance semejante oferta de talleres, películas, canciones, ropas, bailes, libros, ejercicios y hasta dietas: está claro, el menú del empoderamiento sexual es tan amplio como diverso. De hecho, como decimos, y al igual que sucede en el caso del feminismo, parece que hoy en día cualquier cosa tiene la capacidad de empoderarnos. Basta con que lo haga una mujer y que otras tantas lo avalen como tal. Sin embargo, no es casualidad que casi todo lo que nos empodere tenga un precio. El capitalismo neoliberal es un auténtico visionario y, desde luego, no ha dejado escapar esta gran oportunidad de monetizar los procesos de emancipación femenina, tal y como ya lo hizo en su momento con otros procesos de autoconciencia como, por ejemplo, la espiritualidad o el desarrollo personal. Podemos afirmar, por lo tanto, que el neoliberalismo ha sabido ver el potencial que tiene la sexualidad para mover a las masas. En este caso, de consumidoras.

4.1. La transgresión como seña de identidad.
La idea de transgresión es una de las más interesantes dentro de la corriente posfeminista. Si bien la revolución —pacífica— siempre ha acompañado al movimiento feminista desde sus más tempranos comienzos, la cultura de la transgresión en la que estamos inmersas e inmersos hoy en día dista mucho de las muestras de rebeldía y protesta que han caracterizado al feminismo a lo largo de su historia. La transgresión es hoy una seña de identidad en sí misma, independientemente del trasfondo de la acción, y la competición por convertirse en la persona más transgresora donde las haya es, a día de hoy, absolutamente feroz. Tan solo hace falta echar un vistazo a las redes sociales para constatarlo. Nos encontramos, por lo tanto, ante un panorama de lucha social en el que ya no importa tanto el destino, sino el camino. Lo importante es ir en contra de la norma, del statu quo, de los mandatos sociales, de las imposiciones familiares, del gobierno de turno y de todo lo que se ponga por delante. Aunque, en ocasiones, lo que se ponga por delante sea el sentido común, la razón o incluso la ciencia. Y es que el mensaje que nos llega desde el feminismo liberal va por esta línea:

feminismo = transgresión
mujer transgresora (sexualmente) = mujer moderna

La transgresión, tal y como se plantea desde el modelo posfeminista, es un acto de rebeldía que está estrechamente ligado a la sexualidad —al menos, es su versión más popular entre la juventud—. De hecho, es ya un lugar común entre las más jóvenes llamarse “putas” unas a otras —siempre desde el cariño, y la transgresión, claro— pero no se te ocurra decirles que son unas “puritanas” o “reprimidas”, que entonces se revuelven rápido. Como dice Ana de Miguel: «[…] las generaciones más jóvenes, que son llamadas a la transgresión y viven muy mal el insulto de “puritana, frígida, reprimida”, están desarmadas teóricamente para interpretar como parte del sistema de dominación patriarcal un comportamiento que bajo la apariencia de posmodernidad remite a las más rancias y antiguas imposiciones patriarcales.» (de Miguel, 2015a)

Uno de los ejemplos que mejor ilustra esta situación de confusión que vivimos en la actualidad es justo este mandato posmoderno que anima a las mujeres a reapropiarse de conceptos de origen patriarcal —que hasta ahora se utilizaban para humillarnos y mantenernos subordinadas— como pueden ser los de puta, zorra o incluso, en un sentido algo más genérico, la idea de “chica mala” (de Miguel, 2014b). Es cierto que acciones como la famosa Slut Walk23 —o Marcha de las Putas, en su versión para hispanohablantes— tuvieron una gran acogida en los primeros años ya que se entendió como una reacción social más o menos espontánea ante la sistemática culpabilización de las mujeres por vestir o actuar de una determinada manera que, según decían algunos hombres, incitaba al asalto y/o abuso sexual. Sin embargo, las dudas que generaba entre muchas mujeres la reapropiación de conceptos claramente misóginos no tardaron en ponerse de manifiesto y rápidamente se alzaron numerosas voces críticas ante esta estrategia supuestamente feminista. De acuerdo a estas últimas —y muy en consonancia con la propuesta que ya hacía la activista feminista, Catherine Mackinnon, muchos años atrás (MacKinnon, 1987)—, la emancipación de las mujeres no debería pasar por asumir con orgullo todos los mandatos de género que nos impone el sistema patriarcal, sino justamente todo lo contrario (Evans, 2017). La libertad sexual de las mujeres ha de obtenerse a través de la construcción de modelos de representación y disfrute que estén en consonancia con nuestra naturaleza y nuestra capacidad para el placer. Nunca, nunca, nunca debe hacerse desde la mirada masculina y ni mucho menos desde los modelos de mujer limitantes y cosificantes que nos ofrece el patriarcado.

De hecho, la desconfianza hacia el modelo posfeminista basado en la reapropiación de las estructuras de poder como mecanismo para luchar contra el orden patriarcal establecido no es nueva. Ya a finales del siglo XX, Mackinnon planteaba la posibilidad de que la moda de la transgresión —que ya comenzaba a fraguarse por aquella época— no fuese más que una inventiva del propio sistema patriarcal para conseguir sus objetivos: «Si supiéramos que los límites son falsos, y que existen solamente para erotizar el objetivo transgredible, ¿sería menos “sexy” penetrarlo? El tabú y el crimen pueden servir para erotizar lo que, de lo contrario, sería tan dominante como quitarle caramelos a un bebé.» (MacKinnon, 1987)

Y, de vuelta al presente, quién mejor para hablar de la hipocresía de este discurso que Amelia Tiganus, una de las activistas feministas más importantes de nuestro país y cuyo testimonio en primera persona todavía sigue estremeciéndonos a muchas: «En cualquiera de los casos, debía “ser lista y sacar el máximo dinero posible en el menor tiempo posible”. Me lo recordaba una y otra vez mi proxeneta. Añadiendo que yo era libre de hacer lo que quisiera, pero mejor ser lista y actuar de forma inteligente. Manejar a los hombres, sacarles la pasta, tener el poder sobre ellos. Es curioso cómo este mismo discurso lo tienen los y las que dicen estar en contra de la trata, pero defienden la prostitución en nombre de la transgresión y la liberación de las mujeres. Los mismos argumentos que han utilizado y utilizan los proxenetas y los tratantes para explotar sexualmente a miles, millones de mujeres en todo el mundo son los que utilizan algunas activistas que defienden la prostitución como un trabajo que empodera y libera.» (Tiganus, 2017)

Las primeras consecuencias de un posfeminismo cuyo único objetivo parece ser la transgresión sexual per se y que carece tanto de un análisis crítico de la historia, como de una propuesta de transformación social que lo justifiquen ya se están empezando a ver entre la juventud. La pornificación de la sociedad no solamente es un hecho, sino que es ya un fenómeno imparable (Dines, 2010). Cuando el porno se convierte en la única educación sexual que reciben las generaciones más jóvenes, poco se puede hacer para evitar que normalicen prácticas y actitudes que quedan muy lejos de los principios de igualdad y respeto que persigue el movimiento feminista. Como dice Ana de Miguel, es curioso que nuestra forma de transgredir los mandatos de la sociedad patriarcal sea desnudándonos e hipersexualizándonos; y no estudiando carreras científicas y ocupando puestos directivos en todas las empresas e instituciones públicas (de Miguel, 2015b). Está claro que no hemos entendido bien el poder de la transgresión como estrategia política y herramienta de transformación social. En palabras de Amelia Tiganus (Tiganus, 2017), “lo más transgresor que puede hacer una mujer es pensar —y sentir—“.

4.2. Yo me lo guiso, yo me lo como.
Por si todavía no ha quedado claro, la industria del sexo en el siglo XXI no es un negocio que quede en las manos de un puñado de hombres. Nada más lejos de la realidad. En los últimos años, son cada vez más las mujeres que se sitúan a la cabeza del negocio multimillonario que supone la mercantilización del cuerpo femenino. Pero, lo más significativo de todo, es que lo hacen amparadas por una buena parte del movimiento feminista —aquel que se conoce como feminismo liberal o posfeminismo—.

Como veíamos en apartados anteriores, en la actualidad estamos asistiendo a la consolidación de un perverso fenómeno que está dando la vuelta a las dinámicas de poder que sostienen al sistema patriarcal. Es lo que conocemos como auto-objetivización24, y se da cuando el sujeto y el objeto de la cosificación recaen sobre la misma persona (Lameiras et al., 2009). En el contexto de este estudio, un ejemplo de auto-objetivización serían las mujeres occidentales de clase media que recurren a plataformas digitales de camming para obtener un rendimiento económico a cambio de compartir contenido sexual de sí mismas. Y todo esto bajo el precepto de la voluntad. ¿Cuál es el problema entonces? ¿No se supone que esta transformación debería ser algo positivo? Más bien parece que, por fin, muchas mujeres en la industria del sexo se han hecho con las riendas del negocio y se han quitado de encima a las mafias y a las grandes corporaciones que no hacían otra cosa más que aprovecharse de ellas y de su trabajo. Y, en cierto modo, así es. De la prostitución que se ejerce en las calles de nuestro país y que todavía alimenta la codicia de cientos de proxenetas ávidos por sacar un beneficio económico de tantas y tantas mujeres en situación de vulnerabilidad, a la venta de fotografías y vídeos eróticos en Internet que hacen muchas estudiantes universitarias para pagarse la carrera, hay un gran trecho.

Efectivamente, los niveles de violencia, inseguridad y dependencia a los que se enfrentan unas y otras no son comparables. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante de esta última situación es que la presión externa para ser y/o actuar de una determinada manera —que hasta ahora funcionaba como un eficaz mecanismo de control social sobre las mujeres—, ya ni siquiera es necesaria. Ahora son ellas mismas quienes ejercen ese control sobre su propia persona —amparadas, por supuesto, por la bandera del empoderamiento y la libertad sexual—. Y todo esto de una forma muy voluntaria y muy transgresora.

Existen muchas formas de poner en práctica esta fórmula. Es más, el hecho de que la cosificación femenina esté tan normalizada en nuestra sociedad hace que casi pase desapercibida como “lo común”, “la norma”, “lo de siempre”. Y, por supuesto, ya a nadie se le ocurre levantar ni media ceja cuando se nos presenta a una mujer que se autocosifica por voluntad propia. De hecho, si genera alguna reacción entre el público, es la del aplauso y el reconocimiento, pues se considera prueba inequívoca de su empoderamiento como mujer. Aunque este pseudo-empoderamiento venga en forma de vestido transparente que muestre cada centímetro de su cuerpo a media España en una noche en la que típicamente se alcanzan temperaturas bajo cero y mientras su acompañante —un varón— va tapado de pies a cabeza y, por supuesto, le dobla la edad. Pero, ¿de qué nos sorprendemos cuando uno de los mayores superventas en las listas de libros sobre feminismo es Teoría King Kong, de la escritora francesa Virginie Despentes? Una obra que relata uno de los episodios más trágicos en la vida de su autora —la violación que sufre en la juventud— y el malestar que acarrea durante toda su vida al no haber gestionado una vivencia traumática semejante. Sin embargo, pocas páginas después, nos intenta convencer de las maravillas de ser prostituta y lo empoderada que esto la hace sentir. Y es que no hace falta tener un doctorado en Psicología para entrever la rabia y el trauma desde el que escribe. Una rabia totalmente lícita, por otra parte, una rabia que dan ganas de abrazar fuerte. Pero de ahí a considerar este discurso feminista… eso sí que no. Eso es tergiversar una teoría con una genealogía y unos principios que datan de hace más de tres siglos.

Y si todos estos ejemplos no son suficientes, Female Chauvinist Pigs (Levy, 2006) de la escritora estadounidense Ariel Levy tiene todos los ingredientes para hacer abrir los ojos a cualquiera. En su obra, Levy nos muestra justamente este giro argumental que pocas feministas se esperaban en el camino hacia la liberación sexual femenina. En este recorrido a través de la perversión del término empoderamiento, la autora nos empuja a enfrentarnos con una realidad nada fácil de digerir: que la promesa neoliberal de poder le ha ganado la batalla a la propuesta emancipadora del movimiento feminista.

  1. ¿LIBRES? ¿PARA QUÉ? ¿PARA VENDERNOS?

    La cuestión de la libertad es un viejo concepto filosófico al que muchos autores clásicos se intentaron aproximar, pero solo a medias tintas. Y es que, la mayor parte de las veces, se dejaban de lado a la mitad de la población. ¿Qué pasaba con las mujeres? ¿Ellas no eran dignas de la libertad? Pues bien, pareciera que no. Al fin y al cabo, eran tan solo ciudadanas de segunda.

    Sin embargo, gracias a importantes figuras de la historia del feminismo como fueron Olimpia de Gouges o Mary Wollstonecraft, quienes se atrevieron a hacer pública esta injusticia y a reivindicar su derecho a ser tenidas en cuenta como ciudadanas de pleno derecho, la idea de libertad comenzó a resonar en los oídos de muchas mujeres de la época —siglo XVIII— y, poco a poco, comenzó a fraguarse lo que hoy conocemos como movimiento feminista. Este es un resumen muy resumido del origen del feminismo, sin embargo, lo que nos interesa aquí es la evolución de la idea de libertad como principio fundacional del movimiento. Si en la llamada primera ola del feminismo25, allá por el siglo XVIII, la libertad se entendía como el acceso a los derechos básicos de la ciudadanía tales como la educación, el trabajo o al voto; en la segunda ola, en pleno siglo XIX, el sufragismo resultó ser el absoluto protagonista. La tercera ola sobrevino a finales del siglo XX y con ella un nuevo giro a la idea de libertad: la libertad sexual. No obstante, es importante recordar que aquí comienza una profunda fractura ideológica que arrastraremos hasta nuestros días. Por una parte, se puso de manifiesto una dura crítica a la doble moral sexual de la época a través del pensamiento abolicionista, cuya idea de libertad pasaba por el fin de la pornografía y la prostitución. Y, por otra parte, comenzaron a verse los primeros efectos de la influencia neoliberal en la sociedad con la aparición de un frente fuertemente reaccionario y que entendía la libertad como la ausencia total de límites al deseo humano. Y de aquí llegamos al día de hoy, en el que encontramos al feminismo inmerso en plena cuarta ola y donde la libertad sexual se ha convertido en sinónimo de transgresión. (Cobo, 2016)

    Como vemos, el feminismo y, por consiguiente, la idea de emancipación femenina —o libertad— ha experimentado una evolución muy distinta a lo largo de los tres últimos siglos en los que tenemos constancia de la existencia de una genealogía feminista. El contraste es importante y la fractura ideológica evidente dado que, mientras que la teoría nos transmite cierta coherencia en el desarrollo de las ideas en torno a las vindicaciones feministas y la necesidad de acabar con el sistema patriarcal como base para construir la libertad REAL de las mujeres; la práctica se impone en el día a día cual tsunami de mujeres desnudas e hipersexualizadas reivindicando su derecho a hacer con sus cuerpos lo que quieran y apelando, por supuesto, a la libre elección. Pero el problema con la comercialización de nuestros cuerpos cual mercancía inerte y separada de nuestra conciencia como seres completos —y complejos— que somos es que, simplemente, no es posible. En realidad, no es más que una falacia que nos ha vendido el sistema capitalista neoliberal. Y es que, no podemos separar el cuerpo de la emoción. Ni siquiera de la mente. Aunque muchas mujeres hayan desarrollado una capacidad pasmosa para la disociación. Pero eso no es más que la consecuencia, nunca el deseo.

    5.1. El mito de la libre elección.
    Cuando para ser moderna hay que ser transgresora y, cuando no hay mayor transgresión que la hipersexualidad, la consigna del “siempre dispuestas” se convierte en un estilo de vida. En pleno siglo XXI, las mujeres queremos ser modernas, queremos ser libres, queremos sentirnos empoderadas, queremos, queremos y queremos… pero ¿acaso nos hemos parado a pensar qué es la libertad? ¿qué apariencia tiene? ¿cómo se materializa la tan ansiada libertad sexual? Atención spoiler: follar más o hablar más de sexo poco o nada tiene que ver con el verdadero significado de la idea de libertad sexual que persigue el feminismo.

    En este sentido, una de las obras de máxima referencia es “Neoliberalismo Sexual. El Mito de la Libre Elección.” de la filósofa española Ana de Miguel. En este texto, la autora arremete contra todos esos postulados posmodernos que afirman que las mujeres ya somos libres y que la igualdad entre los sexos ya es un hecho en todas las sociedades occidentales. Por lo tanto, que el feminismo ya no es necesario y, no solo eso, que además hemos de aplaudir cualquier decisión que tome una mujer —aunque esta suponga su propia explotación— por ser fruto de la libertad de elección de cada persona. Ante este nuevo discurso neoliberal que tan hondo ha calado dentro de algunos sectores feministas periféricos o disidentes, de Miguel nos anima a cuestionar la idea de libertad y, más concretamente, en lo que se refiere a la sexualidad. (de Miguel, 2015b)

    Es más, esta autora afirma que uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el feminismo actual es a la incapacidad que tienen muchas personas —hombres y mujeres— para identificar la desigualdad sexual. Como venimos diciendo a lo largo de todo este texto, el simple hecho de que las mujeres hayamos conseguido que se reconozcan legalmente muchos de nuestros derechos en los últimos años, no implica que hayamos logrado materializarlos en nuestro día a día ni acabar con los mandatos de género que anulan su efectividad. Citando textualmente a De Miguel: «Si vivimos en una sociedad igualitaria, ¿por qué hay varones que matan a las mujeres?, ¿por qué las escalofriantes cifras de malos tratos?, ¿por qué aumenta el tráfico de chicas para su prostitución […]?» (de Miguel, 2015b)

    En la actualidad, en el imaginario colectivo la idea de libertad se asocia indiscutiblemente a la idea de sexualidad —mejor dicho, de hipersexualidad—, del cuerpo desnudo —de las mujeres—, de transgresión, rebeldía y de la reapropiación de conceptos tradicionalmente patriarcales como pueden ser la prostitución o la pornografía. Por el contrario, hoy en día estas prácticas son consideradas enormemente liberadoras. Desde aquí, y apoyándonos en el trabajo de Ana de Miguel, nos gustaría promover el cuestionamiento de todos los discursos posmodernos que equiparan sexo y libertad, pero también de la necesidad de recuperar esa «hermenéutica de la sospecha» de la que siempre hablaba la teórica feminista Celia Amorós (de Miguel, 2014a) Sospechar no implica rechazar, de hecho, a lo que nos invita este posicionamiento es a discernir, a investigar y corroborar los postulados que nos llegan. Especialmente cuando éstos mantienen a las mujeres en la misma posición de meros objetos pasivos para el disfrute sexual masculino. Cuando el posfeminismo nos dice que la prostitución es un trabajo como otro cualquiera, pensemos por qué el mensaje es justamente este y no, por ejemplo: “la esclavitud es un trabajo como otro cualquiera” o “la mendicidad es una opción de vida como otra cualquiera” o “la drogadicción es un vicio como otro cualquiera”. Y es que, no es casualidad que todo lo que se pretende blanquear actualmente desde el feminismo posmoderno gire alrededor de la explotación sexual de las mujeres —prostitución, pornografía, vientres de alquiler—. Preguntémonos quién sale ganando en todo esto: ¿las mujeres?, ¿los hombres?, ¿el patriarcado?, ¿el sistema neoliberal?

    Entre tanto, se echa de menos un replanteamiento profundo de lo que significa la libertad —sexual o no— para las mujeres. Algunas autoras hablan de proyecto de vida (de Miguel, 2015b), otras de igualdad (Herrera, 2018), también hay quien habla de dignidad (el Hachmi, 2019) o incluso de deseo (de Béjar, 2006). En este texto partimos, antes que nada, de la idea de los cuidados, porque entendemos que es la base del respeto entre hombres y mujeres. La medida de todas las relaciones interpersonales, sean de carácter sexual o no. Sin embargo, como decimos, animamos a todas las personas que están leyendo estas líneas a replantearse qué nos hace verdaderamente libres a las mujeres. ¿Cómo podemos materializar esa libertad sexual de la que tanto se habla desde la mirada colectiva y no tanto desde los deseos individuales?

    Por su parte, María Lameiras Fernández (Lameiras, 2017) —doctora en Psicología y profesora en la Universidad de Vigo— nos propone algunas preguntas clave para comenzar con esta revisión individual de nuestra propia vivencia de la sexualidad que, sin duda, nos facilitará el camino hacia la reflexión colectiva. Entre ellas, destacamos las siguientes:

    ¿Qué sexo tengo/práctico?
    ¿Qué sexo quiero/deseo?
    ¿Qué sexo disfruto?

    Estas y otras preguntas que promueven la introspección nos van a permitir identificar muchos de los patrones tradicionales de género que inundan la cultura y la sociedad, muchas veces disfrazados de modernos y transgresores. Hagamos, por lo tanto, un esfuerzo por redefinir las nociones de libertad, sexualidad y empoderamiento. Revisemos nuestra historia sexual y demos un paso al frente. Exijamos el respeto, la reciprocidad y los cuidados de los que hablábamos más arriba. No nos conformemos con convertirnos en objetos de consumo para los hombres, por muy moderno, sexy o transgresor que nos lo vendan. Estudiemos genealogía feminista. Encontremos los puntos en común, aquellos que unen a las mujeres de todos los lugares y todos los tiempos. Hagamos red y cultivemos la sororidad. Solo así seremos verdaderamente libres.

    5.2. La prostitución. Barra libre de mujeres.
    Hay una leyenda urbana que dice que existen putas felices. De hecho, cada día son más las personas que defienden una postura regulacionista de la prostitución basándose justamente en esta idea. Y el argumento suele ir así: “[…] pues yo conozco a una trabajadora sexual a la que le encanta lo que hace […]”. Nótese que siempre es una —en femenino—, nunca un varón. Pero más allá de esta apreciación de sexo, lo que está claro es que no se puede legislar en base a personas individuales, vivencias personales y casos particulares. ¿Existen putas felices? Pues seguramente sí. El mundo es lo suficientemente amplio y variado como para que existan personas para todos los gustos. ¿Podemos inferir, por lo tanto, que la prostitución es un trabajo como otro cualquiera solo porque existan un número determinado de mujeres que afirmen que lo ejercen voluntariamente? No, rotundamente no. ¿Por qué? Porque la organización de la sociedad y, en consecuencia, las leyes que regulan las relaciones que se dan entre las personas —especialmente aquellas de carácter comercial— deben hacerse de acuerdo a dos principios fundamentales:

    I. La existencia de unos valores morales universales que nos instan a construir una sociedad libre de abusos y cimentada en la igualdad de derechos. No hace falta irnos muy lejos. Podríamos tomar como modelo la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, por ejemplo.

    II. La experiencia de la colectividad frente al individuo. Los estudios y las investigaciones en torno al ejercicio de la prostitución —y todo lo que se mueve a su alrededor— demuestran que la inmensa mayoría de mujeres involucradas en este gran negocio son víctimas de abusos, violencia y explotación sexual, cuando no de trata y/o esclavitud (Cobo, 2017). Por lo tanto, la experiencia de la minoría no puede ser determinante frente a la experiencia de la mayoría de las personas implicadas.

    Sin embargo, como ya sabemos, el sistema capitalista neoliberal nos dice todo lo contrario. Tan solo hace falta recordar a Margaret Thatcher y su famosa cita: “There’s no such thing as society. There are individual men and women. That´s all.”26. Pero, le pese a quien le pese, las personas no somos solamente individuos independientes y autónomos, también nos relacionamos y constituimos en grupos tales como la familia, las amistades y, en última instancia, la sociedad27. Es más, según el filósofo francés Émile Durkheim, el hecho social humano existe más allá del individuo (Grupo Akal, 2017). En otras palabras, la sociedad es más que la suma de sus elementos individuales. Y es por esta razón que no podemos obviar las dinámicas de poder que se establecen y acaban regulando tanto el pensamiento como el comportamiento de las personas que conformamos el tejido social.

    Volviendo al tema de la prostitución —y para poner en contexto estas teorías de la sociedad como organismo vivo—, no es posible entender el intercambio de sexo por dinero como una mera transacción económica libre de un contexto sociocultural —y, por lo tanto, de un origen— y de unas implicaciones para con el conjunto de la sociedad. La prostitución no nace de la nada, no emerge de repente un buen día como una innovadora idea de negocio que se le ocurre a una mujer de clase media mientras se toma un té con pastas en el salón de su casa. No. La prostitución es una institución de origen patriarcal mediante la cual se garantiza al hombre el libre acceso al cuerpo de las mujeres para su propia satisfacción sexual y a cambio de una cantidad de dinero simbólica, que muchas veces funciona como compensación por las molestias causadas más que como retribución fiel al valor de los servicios prestados (Cobo, 2017).

    Es cierto que, con un poco de esfuerzo y un buen lavado de cara, hasta podríamos olvidarnos de la historia y del origen de la prostitución. Sin embargo, es imposible ignorar las implicaciones sociales de un fenómeno que normaliza prácticas y actitudes enormemente dañinas para las mujeres. En otras palabras, que esas mujeres de las que hablábamos antes —las putas felices—, accedan alegremente a relacionarse sexualmente con hombres a cambio de dinero tiene efectos devastadores sobre todas aquellas que nos negamos a ponerle un precio a nuestro cuerpo (de Miguel, 2015b). Por una parte, normaliza la cosificación y mercantilización del cuerpo de las mujeres, dando a entender que toda mujer tiene un precio. Y, por otra parte, contribuye a reforzar las dinámicas de desigualdad de poder entre los sexos (de Miguel, 2014b). Es decir, permite que existan espacios donde el hombre pueda situarse por encima de la mujer. Cuando, en la actualidad, los gobiernos democráticos están luchando arduamente por consolidar la tan ansiada igualdad entre hombres y mujeres, de forma que llegue un momento en el que no exista ni el espacio ni las circunstancias en las cuales un hombre pueda situarse en una situación de superioridad sobre la mujer. De hecho, las investigadoras feministas y expertas en prostitución no dudan en afirmar con rotundidad que: “los prostíbulos son el último rincón donde al hombre se le permite conservar sus privilegios machistas” (de Miguel, 2015b).

    Lamentablemente, lejos quedan ahora las voces de algunas de las referentes más importantes del movimiento abolicionista de los años 60 y 70 que consideraban que la prostitución —tema clave en el feminismo de la tercera ola— era una forma de esclavitud que tenía los días contados y que desaparecería tan pronto como se implantara la igualdad real entre hombres y mujeres (Jeffreys, 2009). Hoy vemos que no ha sido así. De hecho, ha sucedido todo lo contrario. En 2020, la industria del sexo —en la cual la prostitución se lleva gran parte del pastel— se sitúa entre las tres industrias más rentables del momento —y de la historia—. Ahí es nada. Lástima que muchas de las mujeres que auguraban el fin de la explotación sexual femenina en el siglo XXI, no tuvieran en cuenta la enorme capacidad del sistema patriarcal para reinventarse y aliarse con quien fuera necesario con tal de pervivir. En este caso, la alianza se ha llevado a cabo entre el patriarcado y el sistema capitalista neoliberal, un matrimonio rodeado de poderosas fuerzas como son la globalización, el auge de los populismos o las nuevas tecnologías, por poner algunos ejemplos. Y este cóctel explosivo nos ha llevado hasta donde estamos hoy: a caballo entre la calle y Only Fans.

    5.3. La pornografía. ¿Fantasía o realidad?
    Dice el dicho que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pues bien, sucede algo parecido con las mujeres. Para bien o para mal, el paso del tiempo tiene sus ventajas. Y es que una empieza a identificar patrones de comportamiento que antes no veía. Se trata de detalles que al principio pasaban desapercibidos o, peor aún, de los que eras totalmente consciente, pero entendías que el mundo funcionaba así y que no había nada que tú pudieras hacer para cambiarlo. De hecho, es un lugar común —otro más— lo de creerse que lo que nos pasa a cada una de nosotras es “culpa nuestra” o fruto de “algo que habremos hecho para merecerlo”. Sin embargo, gracias al feminismo, miles de mujeres por fin han entendido que sus malestares pocas veces son de carácter individual, sino que se trata de una cuestión colectiva o “de género”. En otras palabras, que nos afectan a todas. Y es que, tal y como pudimos ver en algunas de las pancartas más significativas de las últimas manifestaciones feministas con motivo del 8M, el slogan: “Hermana, no eres tú. Es el patriarcado”, es más que acertado. Y hemos abierto este apartado con esta reflexión porque son muchas las mujeres que, en los últimos tiempos, han empezado a cuestionarse sus relaciones sexuales con hombres. Si el feminismo ya tenía claro que el coitocentrismo no traía más que consecuencias nefastas para el placer femenino —y el movimiento así lo ha denunciado en reiteradas ocasiones—, de repente, nos encontramos ante un nuevo paradigma sexual: la influencia de la pornografía en la performatividad sexual de los varones heterosexuales. Como decimos, esto no ha sucedido de la noche a la mañana. En realidad, el embrutecimiento de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres se ha producido de forma muy paulatina y casi sin darnos cuenta. Si el patrón sexual heteronormativo de hace algunos años se ceñía típicamente a las siguientes prácticas: sexo oral (para él) + coito + orgasmo (de él) y fin del encuentro. El lugar común hoy, como decimos, es un encuentro en el que el hombre típicamente pide correrse en tu cara, atarte a la cama, azotarte, estrangularte y, por supuesto, el nuevo número uno en el ranking de prácticas sexuales: ¡el sexo anal! Y es que, para los hombres de hoy en día, ya no basta con la ya clásica penetración vaginal. Ahora han de incorporar toda una retahíla de prácticas de dominación/sumisión para que el encuentro sexual haya merecido la pena. “[…] es que, si a una chica no le molan estas cosas, entonces no me interesa […]”, decía un joven estadounidense en un testimonio recogido por la autora Ariel Levy en su obra Female Chauvinist Pigs (Levy, 2006).

    Algunos de los escasos estudios que se han realizado en torno a la influencia de la pornografía en las relaciones sexuales confirman estas sospechas y advierten del aumento de prácticas de riesgo entre las/os más jóvenes como, por ejemplo, el sexo en grupo sin preservativo, pero también, como decimos, de prácticas y/o actitudes que reproducen las dinámicas de poder más recurrentes en la pornografía mainstream (Ballester Brage et al., 2014). En este último caso, es verdaderamente alarmante la popularidad que han adquirido prácticas como el BDSM, el bukake o el chem sex, entre otras. Y es que, lejos de entrar en juicios de valor, lo que nos interesa en este texto es reflexionar acerca del origen de nuestro deseo y cuestionar cuán libres somos para construirlo y ponerlo en práctica, especialmente en el caso de las mujeres. Porque, no es casualidad que, en la mayoría de estas prácticas, la mujer siempre sea la que “recibe” —sumisión—, mientras que el hombre es quien “da” —dominación—. Es cierto que todavía falta mucha investigación sobre este tema, sin embargo, los indicadores con los que contamos actualmente nos muestran datos muy preocupantes acerca del modelo de sexualidad que está calando en las generaciones más jóvenes. A día de hoy, podemos afirmar que las mujeres estamos inmersas en una gran performance pornográfica. Desde la forma en la que conocemos hombres a través de aplicaciones de citas en las que se desarrollan dinámicas de selección y descarte perversamente superficiales, hasta la forma en que mantenemos relaciones sexuales. Las posturas, las prácticas, las dinámicas de poder que se dan… nada de esto es casualidad, por mucho que el posfeminismo lo intente maquillar de libre elección. La libre elección no puede pasar siempre por nuestra sumisión. Urge entender que el sexo que tenemos no es nuestro. Es del cine porno. Del cine porno mainstream, heterosexual, racista, pedófilo y misógino. Y, ante la duda, no hay más que encender un ordenador, entrar en alguna plataforma gratuita de porno y ver algunos de los vídeos más populares para, a continuación, hacernos la siguiente pregunta:

    ¿cuánto de porno hay en mis relaciones sexuales?

    Para terminar, Ana de Miguel comparte una triste anécdota en su último libro que consideramos muy representativa de lo que estamos viviendo en estos momentos en torno al modelo de sexualidad dominante entre personas heterosexuales: «En mi experiencia al impartir teoría feminista he observado cómo en los últimos años las estudiantes, según avanza su conocimiento, se preguntan con estupor cómo ha sido posible la dominación patriarcal, cuándo y cómo comenzó y, sobre todo, por qué la aceptaron durante tanto tiempo las mujeres.» (de Miguel, 2015b)

    Veremos si las futuras generaciones nos miran con el mismo estupor cuando descubran el tipo de sexualidad patriarcal que las mujeres seguimos aceptando a día de hoy. “¿Por qué no se negaron a reproducir los cánones del porno más machista en sus relaciones sexuales?”, se preguntarán muchas de ellas llegado el caso. “¿Por qué aceptaron formar parte de una industria que se lucraba de su vejación y explotación?”, dirán otras. Sea como sea, no dejemos que llegue ese momento. Paremos la erotización de la violencia y la democratización de la agresión contra las mujeres en la pornografía y en la sexualidad convencional con nuestra(s) pareja(s) y/o amante(s). Pongamos por delante nuestro derecho al placer y a las relaciones libres de violencia. Exijamos la reciprocidad y, sobre todo, el cuidado.

  1. NO ES MORALINA, ES FEMINISMO.

    A estas alturas, las feministas ya lo hemos escuchado todo. Desde brujas, locas, histéricas, putas, zorras, feas, marimachos, feminazis, malfolladas, odia-hombres y un largo etcétera de insultos cuyo análisis daría para una investigación en sí misma. Cabe señalar que, tradicionalmente, estos ataques gratuitos solían venir del público masculino. Las historias de mujeres que relatan cómo algún hombre les profirió alguno de estos insultos tras rechazar sus insinuaciones sexuales en un bar, sus piropos en plena calle o, simplemente, por posicionarse ideológicamente como feministas… son más que comunes. De hecho, una mirada crítica a estos relatos pone de manifiesto que existe un patrón de conducta masculina recurrente frente al desafío que supone el feminismo: el insulto.

    Ya hemos dicho que el feminismo es el gran incomprendido de entre todos los movimientos sociales de la historia. Todavía hoy, son muchas las personas que siguen malinterpretando el feminismo como un ataque directo al hombre. Pero nada más lejos de la realidad. El feminismo no es una cruzada de mujeres contra hombres. El feminismo es un movimiento que lucha por la igualdad entre los sexos. No hay bandos. No hay ganadores ni perdedores. No hay malos ni buenos. Lo que hay es una inercia sin sentido que nos empuja al enfrentamiento en vez de al entendimiento. Pero la realidad es la que es y no podemos negar que una gran mayoría de hombres se sienten amenazados por el feminismo.

    Sin embargo, el desencuentro ya no solo ocurre entre los sexos. Ahora sucede incluso dentro del propio movimiento feminista, y el ataque verbal se ha convertido en su arma arrojadiza. Habrá quien no se haya dado ni cuenta, pero en los últimos años, se ha popularizado un nuevo discurso de odio cuyo objetivo es desacreditar a aquellas mujeres feministas que mantienen un posicionamiento ideológico crítico con la industria del sexo28. De la noche a la mañana, muchas hemos pasado de escuchar los ya clásicos puta, zorra o guarra, a que además nos llamen mojigatas, anti-sexo, puritanas, putófobas y, el más surrealista de todos: moralistas. Podríamos pensar que este giro discursivo no es más que un capricho del destino, una broma pesada o incluso una estrategia a la desesperada de un sistema patriarcal que ya hace tiempo que hace aguas… pero no, precisamente lo más sorprendente de todo esto es que estos insultos vienen ahora de nuestras propias compañeras feministas.

    6.1. Ética & Sexualidad
    La filósofa feminista Ana de Miguel habla a menudo de esta curiosa ley no escrita por la cual la sexualidad está —o, al menos, debería estarlo— exenta de toda valoración ética y moral (de Miguel, 2015b). De hecho, a simple vista, esta idea no parece ni mucho menos descabellada. Sobre todo, en un país castigado tan duramente como el nuestro por la censura y la represión franquista. Sin embargo, cuando lo que nos libera es lo mismo que hasta hace bien poco nos oprimía, igual es como para pensárselo dos veces.

    Tal y como reconoce esta autora, la filosofía moral se ocupa de todo aquello que tenga que ver con más de una persona. Y, por lo tanto, no debería extrañarnos que también la sexualidad y las relaciones afectivas sean objeto de análisis dentro de esta disciplina. Es más, ¿por qué no existe resistencia a la aplicación de la ética a todos los demás aspectos de la vida del ser humano, pero cuando se trata de la sexualidad, entonces nos negamos en rotundo? ¿qué hay detrás de esta negativa? ¿qué gana el ser humano con la ausencia de límites morales en el sexo? ¿más libertad? ¿más diversidad? ¿seguro?

    En realidad, si se tratara de una cuestión de libertad, el ser humano ya se hubiese desecho rápidamente de la ética en todos los demás ámbitos de la vida pública y, en cambio, ni se nos pasa por la cabeza. De hecho, cada vez son más las personas que reclaman la necesidad de volver a poner la ética y los valores en el centro de la sociedad (Cortina, 1986). Pero, vayamos más allá y hagámonos preguntas de esas que cuestionan todo a nuestro alrededor: ¿por qué celebramos la existencia de unos límites morales en torno a cuestiones como el incesto o la pederastia, pero ni hablar de moral cuando se trata de comerciar con nuestro cuerpo? ¿por qué una persona no puede vender sus órganos, pero sí su sexo? ¿por qué castigamos las relaciones afectivo-sexuales entre personas menores y mayores de edad? ¿acaso esto no es una valoración moral? ¿por qué no legalizamos la zoofilia, la necrofilia y tantas otras prácticas sexuales fuera de la ley? ¿no queríamos libertad? ¿en qué nos basamos, entonces, para decidir a qué se le aplica la moral y a qué no? No existen respuestas únicas a estas preguntas. Y ni siquiera es ese el objetivo de este texto. Con estas preguntas tan solo pretendemos ilustrar que la ética está en todas partes, en todas nuestras conductas y en todas nuestras decisiones —a nivel individual o como sociedad—.

    La moral es el esqueleto que vertebra la sociedad y, por supuesto, no siempre se ha construido desde la igualdad. De hecho, si existe tanto miedo a asociar ética y sexualidad es justamente por esta razón. En un pasado no muy lejano—y así sigue siendo todavía en muchas partes del mundo—, nuestra vida sexual ha estado totalmente regulada por los poderes religiosos y en base a lo que ahora conocemos como la doble moral sexual —o, mejor dicho, patriarcal— (de Miguel, 2015a). Por una parte, el discurso oficial afirmaba que la sexualidad humana era un medio diseñado exclusivamente para la reproducción mientras que, por otra parte, los varones tenían acceso libre al cuerpo de las mujeres a través de mecanismos sociales como la prostitución, el adulterio, etc. La relación entre moral y represión que nos trae el pensamiento posfeminista es, por lo tanto, más que comprensible. El miedo a volver a lo de antes se palpa en el ambiente y, desde luego, estamos de acuerdo en que no debemos bajar la guardia frente a la imposición de creencias religiosas de ningún tipo que, además, basen su ideología en la más flagrante desigualdad entre hombres y mujeres.

    Sin embargo, eso no quita que necesitemos ponernos de acuerdo en torno a cuáles son las conductas y las actitudes más recomendables para garantizar la armonía dentro de las unidades de organización social que conocemos como sociedades. Esto es lo que se conoce como contrato social, un término que hace referencia a la obra de Jean-Jacques Rousseau publicada en 1762 bajo ese mismo título. Y es que, para definir estos pactos sociales, es imprescindible partir de algún sitio, unos principios, unas ideas, unos valores e incluso unos objetivos comunes. De lo contrario, no hablaríamos de democracias sino de totalitarismos. Por lo tanto, la necesidad de establecer acuerdos entre las personas pertenecientes a un determinado grupo social es indispensable para garantizar la libertad y, por supuesto, la convivencia pacífica de sus miembros. Y aquí es justo donde entra en juego la ética y la moral, dos disciplinas muy castigadas por el mal uso que la religión ha hecho de ellas, pero que deberían estar por encima de ideologías y creencias —la filósofa Adela Cortina habla de una ética cívica o de la ciudadanía—, y que nos ayudan a construir las bases de una sociedad justa y libre mediante el refuerzo de actitudes y conductas positivas para la sociedad y el individuo (Cortina, 2013).

    Por lo tanto, desde aquí, se anima a las lectoras y los lectores a profundizar en estos conceptos de forma que entendamos que no se trata tanto de decirle a nadie lo que debe hacer, sino de construir entre todas y todos los porqués (Cortina, 1986). Y es que, como bien dice el título de este apartado: no es moralina, es feminismo. La propia Nuria Varela nos recuerda a lo largo de su obra que «el feminismo es una ética, es decir, una forma de estar en el mundo» (Varela, 2008). Por lo tanto, cuando apelamos a una revisión ética de las relaciones afectivas y sexuales entre hombres y mujeres, no lo hacemos desde el campo del juicio moral sino desde el ánimo de reivindicar la necesidad de desarrollar una ética mínima —siguiendo la conceptualización de Cortina— y de empezar a respetarnos y cuidarnos. Esta propuesta puede sonar muy poco sexy en comparación con el discurso prosexo que nos ofrece la corriente posfeminista que tan de moda está hoy en día. Pero nada más lejos de la realidad. Los cuidados también pueden ser sexys y, si no lo son, ¡hagamos que lo sean! Trabajemos —sobre todo, como profesionales de la sexología— por la erotización de los cuidados, del respeto y del buen trato. Como suele recordarnos la filósofa española, Adela Cortina (Cortina, 2002), no podemos quedarnos en la noción de bienestar que nos inocula el sistema capitalista neoliberal y que equipara la felicidad a la mera acumulación de bienes a nuestro alrededor en la confianza de que harán nuestra vida más fácil y, por tanto, nos acercarán a la tan ansiada felicidad. Cortina, por el contrario, nos invita a ir más allá y buscar el bienser, estructura moral que agruparía valores como la libertad, la igualdad, la justicia o la solidaridad y todo esto, es lo que nos llevará a la felicidad.

    6.2. Follar es un acto político
    Follar es un acto político. No nos engañemos. Cuando te metes en la cama, no te metes tú sola. O con tu acompañante —o acompañantes— de turno. Lo haces con todo el sistema. Con toda la sociedad ahí bien apretujaditos todos en una cama de noventa. Te metes con tu mochila de género, esa que se diseñó especialmente para ti y lleva tu nombre bordado en hilo de color rosa. Y es que, aunque desnudes el cuerpo, la socialización diferencial ya hace años que te ha calado bien dentro. Y ahora ya es como una segunda piel. Así que no intentes arrancarla de tus caderas y dejarla tirada en el suelo cual par de bragas usadas. No funciona. Está comprobado. Y de ahí que nos atrevamos a afirmar una idea tan incendiaria como que follar es un acto político. Porque si el género es un mecanismo de control político y social, y determina nuestra vivencia de la sexualidad, entonces cada polvo se convierte en un manifiesto político. Que sea de refuerzo o renuncia a los mandatos de género que te impone el sistema patriarcal, eso ya dependerá del compromiso y momento vital de cada una. Pero, lo importante aquí es que entendamos el poder que tenemos de lanzar un mensaje al patriarcado y al mundo cada vez que nos relacionamos afectiva y/o sexualmente con alguien.

    Lamentablemente, son muchas las personas que todavía no se han dado cuenta y que continúan pensando que las relaciones sexuales pertenecen al ámbito más íntimo y privado de las personas. Un espacio en el que nadie debería inmiscuirse ni opinar. Sin embargo, si algo nos ha enseñado el feminismo es que nada de lo que nos sucede a las mujeres es casualidad —en otras palabras, que nuestro sufrimiento no es individual, sino colectivo y fruto de un sistema global de opresión— y, aún más importante, que todos nuestros actos tienen un impacto social —y, por tanto, político— (Alario, 2017). Esta última es, precisamente, una de las ideas más importantes que nos dejaron en herencia las feministas radicales de los años 60/70 y, desde luego, una de las más revolucionarias de todos los tiempos. Pero ¿qué significa esto exactamente? y ¿cuáles son sus implicaciones? Pues bien, significa que no somos tan libres como tendemos a creer (de Miguel, 2015b) y, aún más importante, que la propia existencia del ser humano ya contiene una dimensión política en sí misma. Y más si perteneces al grupo social oprimido, como es el caso de las mujeres. Entonces, las implicaciones políticas de tu día a día adquieren una transcendencia tan poderosa como peligrosa.

    En resumen, mientras sigamos definiendo la sexualidad —y por consiguiente la libertad sexual— desde la mirada masculina, desde los deseos sexuales del hombre y las prácticas que les satisfacen exclusivamente a él (MacKinnon, 1987), las mujeres seguiremos siendo ciudadanas de segunda. Relegada nuestra sexualidad —y nuestras necesidades— a un segundo plano, las mujeres seguiremos siendo meras herramientas para la consecución de los objetivos de un sistema —el patriarcal— que se sustenta en la explotación de nuestras capacidades sexuales y reproductivas. Sin embargo, si todas las mujeres comenzáramos a relacionarnos afectiva y sexualmente con los hombres desde otro lugar —un lugar donde los cuidados y los afectos estén en el centro, donde el respeto y la igualdad estén garantizados y, sobre todo, donde el placer sea recíproco—, estamos convencidas de que, en poco tiempo, conseguiríamos darle la vuelta a las relaciones de poder que sostienen al sistema patriarcal y refuerzan la subordinación sexual de las mujeres. Porque, como dice Coral Herrera, escritora feminista y experta en el análisis de lo que conocemos por amor romántico, ya es hora de «[..] aplicar nuestros principios éticos a nuestra vida personal bajo el lema de que lo personal es político, y lo romántico es político.», y continúa, «[..] nuestra gran asignatura pendiente es la transformación del amor y los sentimientos.» (Herrera, 2018). Y también la sexualidad, añadimos desde aquí. Apliquemos, por lo tanto, el feminismo a nuestras relaciones afectivas y sexuales, y construyamos relación a relación, orgasmo a orgasmo, ese futuro libre y justo con el que llevamos soñando tanto tiempo. Follar es un acto político. Pero también lo es elegir con quién nos relacionamos, qué amistades tenemos o qué parejas. Todo ello es, sin lugar a dudas, un acto político y una declaración feminista.

  2. CONCLUSIÓN: LA REVOLUCIÓN DE LOS CUIDADOS.

    Necesitamos repensar la sexualidad humana. Necesitamos repensar las relaciones entre las personas. Necesitamos aplicar una mirada crítica y feminista a nuestra vida. La sociedad lo necesita. La sexualidad lo necesita. Y nosotras también lo necesitamos. Repensarnos es un asunto urgente. Más en los tiempos que corren.

    Vivimos una época difícil. A estas alturas nadie puede negarlo. En la actualidad, no solo nos encontramos ante una de las mayores amenazas a las que se haya enfrentado el ser humano a lo largo de su historia —un virus mortal que campa a sus anchas y que ha puesto en jaque al mundo entero—, sino que además la sociedad se encuentra sumida en medio de un profundo cambio estructural provocado por una imparable revolución tecnológica que nos acerca tanto como nos aleja. Sin embargo, a pesar de que el miedo, la incertidumbre y la cultura del “sálvese quien pueda” parece haberse asentado en la psique de muchas personas, no podemos dejar que venza la inercia colectiva. Plantarle cara a la demagogia y a los falsos discursos contraculturales que el sistema neoliberal intenta vendernos como transgresores y modernos se hace absolutamente imprescindible hoy en día si no queremos encontrarnos con un futuro en el que el individualismo más feroz se haya apoderado de todas/os nosotras/os y se haya llevado por delante todos esos valores fundamentales por los que tanto se ha luchado durante generaciones y generaciones. La rebeldía, las huelgas, las protestas, los movimientos sociales, las demostraciones y todas las manifestaciones de rechazo a la norma, a la imposición de un statu quo unilateral, a un sistema que siempre se ceba con las/os más vulnerables y que la mayoría de veces no nos ve ni nos sostiene, son más que bienvenidas. De hecho, ¿qué sería de nosotras si un puñado de mujeres no se hubiera plantado hace varios siglos en contra del destino de sumisión que se les suponía innato? ¿qué sería de nosotras/os sin las juventudes revolucionarias de mayo del 68? Y como estos, tantos otros ejemplos que nos ofrece la historia. Ejemplos de lucha por unos valores comunes: la paz, la justicia, la libertad… Sin embargo, debemos entender que estos principios emancipadores tan solo adquieren sentido si benefician al conjunto de la sociedad —y no solo a unos pocos individuos—. Y es precisamente desde aquí desde donde nace la crítica que plantea este texto: que la supuesta libertad sexual que nos promete la industria del sexo no es ni tan liberadora ni tan sexual. Y no lo es porque se basa en la idea de libertad individual, del “que cada persona haga lo que quiera” sin tener en cuenta al grupo. Cuando el objetivo de las vindicaciones es el individuo y no la sociedad, la población se ve abocada al conflicto y a la competencia más salvaje en lugar de a la paz y a la cooperación. No nos olvidemos que esta última ha sido la clave que nos ha permitido llegar hasta donde estamos. Sin cooperación entre unas personas y otras, el ser humano no hubiera sobrevivido más allá de las cavernas.

    La industria del sexo, liderada por la alianza entre patriarcado y capitalismo neoliberal nos propone un modelo de vida en el que la libertad es igual a la suma de dinero y sexualidad. De forma que, cuanto más dinero acumulemos, mayor será nuestro acceso al sexo. Así como, cuánto más sexualicemos nuestros cuerpos, más dinero podremos obtener a cambio. Este discurso ha calado tan hondo en las sociedades posmodernas que, hoy en día, son pocas las mujeres que se siguen rasgando las vestiduras para garantizar nuestro acceso al voto, a una educación de calidad e incluso al derecho más básico de todos: el de vivir una vida libre de violencia. Hoy parece que muchas tan solo se dejan la piel en la batalla cuando lo que está en juego es la popularidad y el éxito económico. Y si bien este texto no tiene todas las respuestas ante las situaciones que plantea —ni mucho menos—, el objetivo aquí es tan solo el de remover conciencias. Sembrar la semilla de la sospecha —volviendo a Amorós—, del cuestionamiento, de la reflexión, del debate… De hecho, la vida sería bastante aburrida si ya hubiéramos dado respuesta a todas las grandes preguntas existenciales del ser humano. Dudar, estudiar, investigar, y cuestionar todo lo que nos rodea es señal inequívoca de salud social. Una sociedad fuerte es aquella que se piensa y se cuestiona, aquella que ofrece espacios para el ejercicio del pensamiento y el debate, que llega a acuerdos y pactos con la mirada puesta siempre en el bienestar del grupo. No obstante, lo que sí pretende este texto es contribuir al debate con dos ideas fundamentales:

    I. La urgencia de evitar convertirnos en una sociedad de individuos.
    II. La importancia de construir una sociedad basada en los cuidados —y no en los deseos.

    Y es que, más allá de cuál sea nuestra opinión personal acerca de cuestiones como la prostitución, la sexualidad, la pornografía, el sadomasoquismo o cualquier otro asunto, deberíamos asegurarnos de poner siempre en el centro de nuestros pensamientos al grupo y priorizar —cuando no celebrar— los cuidados. Imagina un mundo donde la prioridad fuera el bienestar del grupo sobre el tuyo propio. Imagina un mundo donde los cuidados se pusieran de moda. Y las y los jóvenes quedasen cada fin de semana, no para emborracharse, sino para cuidarse. Para mimarse. Compartirse y sostenerse. Con este mundo en mente, quizás, y solo quizás, nos lo pensaríamos dos veces antes de pagar por penetrar todos los agujeros de una mujer desconocida que ni siquiera nos desea. Quizás, y solo quizás, exigiríamos una educación sexual integral para que nuestras hijas e hijos crezcan con toda la información que van a necesitar. Quizás, y solo quizás, lo último que nos erotizaría sería la violencia. Quizás, y solo quizás, el deseo primaría sobre el consentimiento, el dinero y el narcisismo.

    La propuesta de muchas autoras feministas contemporáneas, y la que este mismo texto defiende, es atacar al sistema patriarcal capitalista neoliberal a través de una revolución del buen trato (Posada, 2019). Tan solo construyendo un modelo de organización político, social y económico que surja desde el feminismo y que ponga los cuidados en el centro (de Blas, 2014), lograremos acabar con la desigualdad entre hombres y mujeres. Y para definir lo que entendemos por cuidados —porque es cierto que tiende a ser un concepto algo ambiguo—, tomaremos como referencia la idea de «cuidados como necesidad multidimensional» en tanto que «[…] presenta una doble dimensión “material”, corporal —realizar tareas concretas con resultados tangibles, atender al cuerpo y sus necesidades fisiológicas— e “inmaterial”, afectivo-relacional —relativa al bienestar emocional.» (Pérez Orozco, 2005)

    Resulta igualmente interesante el trabajo de la filósofa española Adela Cortina acerca de la necesidad de garantizar una “ética de mínimos” a nivel social si no queremos caer en la inhumanidad (Cortina, 1986). Y nos propone tomar como punto de partida la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, que ya establece unos mínimos no negociables que corresponden a todos y cada uno de los seres humanos tan solo por el hecho de serlo. A partir de esta idea fundamental de mínimos no negociables, la autora nos anima a cultivar el sentido de la justicia entre las generaciones más jóvenes, así como la compasión30. Y todo esto va muy de la mano con lo que se plantea en este texto cuando hablamos de la urgencia de una revolución del buen trato —o de los cuidados—.

    Para acabar con una nota positiva que ilumine el camino a todas las mujeres feministas que seguimos creyendo que un mundo más justo y menos violento es posible, desde aquí, animamos a todas las mujeres a no olvidar que, al igual que existen estructuras de poder que nos oprimen, también existen resistencias —como, por ejemplo, el feminismo— (Posada, 2019). Por ello, y pese a todos los obstáculos que nos encontremos en el camino, no hemos de cejar en el empeño de luchar por los derechos que nos corresponden como mujeres y como ciudadanas. La lucha por una libertad sexual REAL continúa.

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